Limón sí, limón no

Limón sí, limón no

MADRID. EFE.  Uno de los aliños más habituales, sobre todo en platos de pescado y mariscos, es el jugo de limón. Unas simples gotas  rociadas sobre el producto principal del plato,  según sus partidarios, le aportan un toque de frescura, de agradable acidez, pero  visto desde la óptica de sus detractores es poco menos que una barbaridad propia de las mesas de la Edad Media o, cuando menos, de la era pre industrial.   

Son sentimientos y posturas tan encontradas por lo menos como las que oponen a los partidarios y detractores de cosas como el ajo o el pepino. Hay quienes no conciben unas ostras, o un lenguado, sin el puntito de limón… y hay quienes lo rechazan de modo radical e intolerante, aduciendo que la adición de limón sólo tenía justificación cuando pescados y mariscos llegaban a las mesas en un punto de frescura deficiente, a causa de la lentitud de los transportes y la carencia de frigoríficos.

Se apoyan los segundos en la más aplastante de las lógicas, y los primeros en muy respetables cuestiones de gusto. Yo, en tantos años dedicado a estos menesteres, he aprendido que, en general, el gusto está por encima de la norma. Desde luego, hay autores que se muestran decididos partidarios del jugo de limón; uno de los mejores escritores gastronómicos  españoles, el gallego Álvaro Cunqueiro, usa el limón para montones de cosas.

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