Literatura culta y literatura popular…
Algunos conceptos elementales

<p>Literatura culta y literatura popular… <br/>Algunos conceptos elementales</p>

POR LEÓN DAVID
El tema sobre el que me dispongo, no sin miramientos, a arbolar algunas ideas acaso sea uno de los que más se prestan a conflictivas interpretaciones y enojosas polémicas… que en la esfera del académico escrutinio contados asuntos hay capaces de avivar la peligrosa hoguera de la creación cual éste de lo popular y lo culto en la literatura.

Como quiera que es ya demasiado tarde para el arrepentimiento, procuraré al menos que el lector disculpe mi osadía aclarándole, por modo de preámbulo conciliatorio, el alcance real de las sumarias y nada originales reflexiones que, a punto largo, me propongo estampar de inmediato, a riesgo –no lo ignoro- de provocar bostezos o de alimentar hasta en los ánimos mejor dispuestos justificada exasperación.

Entremos sin tardanza en materia: ¿Estarán aludiendo a lo mismo quienes se endulzan los labios con el vocablo ‘pueblo’? ¿Se estarán refiriendo a idéntico predicado quienes desenvainan amenazadoramente, cual espada de su funda, la palabra ‘cultura’?… Me temo que el problema comienza por aquí: no es verdad que esas dos familiares voces hagan surgir en el espíritu de cuanta persona entiende el castellano unívoca y similar representación.

Nos complazca o no, lo que acabo de registrar nada tiene de sorprendente. Hay temas y temas. Frente a algunos de ellos es más fácil adoptar una postura de desprendimiento afectivo que frente a otros. Si la discusión gira en torno a cuestiones de gusto, de creencias en las que nuestro temple vital y tendencias anímicas más profundas están en juego, cualquier desacuerdo, por trivial que parezca, puede degenerar en un abrir y cerrar de ojos en violencia verbal o hasta en agresión física. Si, por el contrario, el tópico sobre el que se debate, en razón de su naturaleza abstracta, especulativa y ajena a las pasiones que suelen aflorar en el plano de la existencia cotidiana, no se deja impregnar con los efluvios de beligerante estofa que en los renglones anteriores consideráramos, entonces la controversia, no obstante los disentimientos a que dé lugar, podrá desenvolverse de manera sosegada y asépticamente filosófica.

El hecho de que la literatura sea fruto de la sociedad y tenga como base y condición una específica comunidad humana más o menos evolucionada, no nos impide en modo alguno establecer un nítido deslinde entre una y otra. Porque es notorio que sociedad y literatura no son la misma cosa; así como todas las flores tienen color, pero no todos los objetos que tienen color pueden ser considerados flores.

El pueblo –al menos en nuestro país- está conformado por esa inmensa y anónima legión cuyo desvelo fundamental consiste en averiguar cómo se las arreglará para comer mañana; y que cuando se divierte hace cualquier cosa salvo leer un poema de Eliot o extasiarse ante las páginas de El Quijote. El pueblo tiene la desdicha de ser, por lo común, el gran ausente en las tempestuosas discusiones donde para bien o para mal sale su causa a relucir… En otros términos, en una sociedad dividida en clases, grupos y sectores, donde la riqueza y el saber están desigual e injustamente repartidos, el pueblo será identificado siempre con aquel ejército de personas que por consagrar el grueso de sus energías a subsistir, en condiciones con frecuencia deplorables, no está en capacidad de crear ni de disfrutar de eso que hemos denominado arte y literatura.

Llegado a estas estribaciones de mi cavilación, acaso no se me reproche que esclarezca lo que entiendo por literatura y arte auténticos: las manifestaciones esplendentes de la sensibilidad y el intelecto que, sin interdecir el carácter lúdico de la creación ni traicionar su universal linaje espiritual, densifican nuestra existencia asaz torpe y rutinaria, planteando un nuevo y más radical sentido de la vida y proponiendo una excitante forma de sobrepasar nuestras desesperantes limitaciones y viciosa estrechez. Esto sólo lo plasman el arte y la literatura superiores; con lo que no quiero afirmar que el pueblo no sea capaz de procrear frutos literarios y artísticos valiosos; pero lo hará sin darse cuenta de que lo está haciendo, y el mismo regocijo le procurará escuchar la tonada procaz que la décima airosa. Lo que nosotros llamamos literatura y arte popular, para el pueblo es simple entretenimiento. El pueblo se divierte y para pasar un rato agradable se expresa en veces de manera estupenda y en no pocas ocasiones de modo terriblemente defectuoso, en tanto que disfruta por igual de todo lo que su ingenio alumbra. Pero lo esencial es que no tiene conciencia de estar haciendo arte o literatura, y le importa un bledo que lo consideren artista o literato.

Si de repente desterramos de nuestro Parnaso a Juan Bosch, a Moreno Jimenes, a Franklin Mieses Burgos, a Pedro Henríquez Ureña, el acervo de las letras vernáculo se vería irreparablemente empobrecido. Y aunque el escritor no rehuya el contacto con el pueblo, el pueblo desventuradamente suele mostrarse ajeno a los afanes y preocupaciones del literato, sin exceptuar al literato que escribe sobre motivos populares.

Al fin y a la postre, el asunto es pavorosamente simple: para pergeñar genuino arte y literatura perdurable se requiere, amén del talento, tiempo libre y preparación. En el decurso de la historia milenaria de la humanidad, hasta nuestros días, sólo exiguas minorías han dispuestos de esas dos ventajosas prebendas. Nada de extraño tiene, pues, que el arte se confunda con arte de elite y la literatura con literatura culta.

Tomemos a modo de ilustración la poesía. Es bien sabido que no todo el mundo tiene acceso franco al lenguaje poético. La razón es obvia: comprender la creación del bardo, degustarla, -no, digamos ya, concebirla- supone por parte del lector la posesión y el manejo de un código artístico que sólo el dominio de la tradición literaria y un largo entrenamiento en el comercio con la palabra en su función expresiva proporcionan. En efecto, la estrofa lírica no puede desentrañarse del mismo modo como nos enteramos, pongamos por caso, del contenido de un reportaje periodístico. El discurso del poeta no es práctico, no es reflexivo ni lógico, de ahí que lo que nos trasmite (su núcleo cognoscitivo-poético) está sujeto a una dinámica lingüística propia y peculiar que se caracteriza, entre otras cosas, por no hacer referencia a la realidad extra-textual sino en la medida en que tal referencia importa una conformación verbal única, no reemplazable, que pone a vivir frente a nuestros ojos de manera sensible cierta criatura de palabras de índole imaginaria, universo autónomo de signos que antes que agotar su sentido en la mención de cosas externas o en la manipulación de ideas, nos compele a enfocar la realidad común y corriente desde una inusual perspectiva de asombro y perplejidad, aquella en que el autor se colocara al crear su poema. El discurso poético conlleva siempre un segundo plano de significación, que si bien sólo puede levantarse sobre los cimientos del lenguaje comunicativo ordinario, en ningún modo se confunde con éste. Y se reduce, al cabo, la cuestión en poder ascender hasta esa segunda y empinada planta de la conciencia.

Una nueva pericia hace sentir su ausencia: la que surge de la familiaridad con el tratamiento no pragmático o utilitario, sino estético de la palabra. A falta de semejante enfoque el enunciado lírico no consigue germinar, porque el reino de lo poético no lo conquista el individuo sin una prolongada y tenaz lucha con el instrumento idiomático, combate que va ejercitando paulatinamente la capacidad de advertir nuevos matices, nuevos brillos, nuevas turgencias asociativas que, al sumarse, generan un organismo verbal no reducible a sus componentes aislados.

A otra realidad subjetiva, íntima, personal es a la que hace referencia el poema. Sólo en función de tan particular estado de alma puede el discurso del poeta ser correctamente aprehendido y golosamente degustado. El significado literal de las palabras es sólo la materia prima que permite al vate elaborar ese segundo y fundamental valor semántico que calificamos de poético. Valor al que la cadencia musical del verso añade un elemento rítmico y sonoro que contribuye en no escasa medida a configurar el clima de fascinación y plácida armonía en el que el aeda nos sumerge.

…Hora es ya de concluir. No hay por qué llover sobre mojado. A menos que el lector sea de contrario dictamen, lo que llevo dicho vierte suficiente luz sobre el problema que nos incumbe: la gran literatura exige conciencia estética; pareja conciencia –a causa de la deficiente formación- no existe o sólo asoma en atisbos muy rudimentarios en los sectores populares. No es otro el motivo de que el pueblo no cure de los poetas, no demuestre interés por la labor que estos realizan. Modificar tal situación es un urgente desafío que atañe a la política cultural del país, desafío al que nadie está ajeno pero que excede, desde luego, el marco del quehacer literario y los límites de estas demasiado precipitadas apuntaciones.

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