Literatura dominicana: para leernos y gozarnos y perdernos

<p>Literatura dominicana: para leernos y gozarnos y perdernos</p>

POR MIGUEL D. MENA
Para asumir la eficacia de las letras dominicanas hay que desconfiar de las antologías tradicionales y sus secuelas. Son infuncionales esos bloques que van desde el “romanticismo” hasta la “generación del 90” y lo que viene después –sobre la que aún no hay nombre alguno ni tiene por qué haberlo-, a menos que se quiera hacer de la historia de la literatura simple contabilidad de nombres y fechas.

Se nos habla del postumismo, de los independientes del 40, de los del 48 y del resto, como si fuesen cuadras de autores que salen para arrasarlo con todo, como ben-hures tropicales.

Eso está bien para la Academia, para los profesores que nos quieren meter en los moldes de las escuelas foráneas, para quienes sólo pueden recrear un sentido común del que nunca se darán cuenta la manera en que sólo nos lanza sus agobios.

Acepto la importancia de tales denominaciones en los planes escolares porque sirven de introducción a las letras y permiten una visión general de lo que han sido nuestras plumas. Sin embargo, más de allá de las aulas, el insistir en nombres y en escuelas o movimientos como barcos de lo que algo tiene que desembarcar, hay mucho trecho.

Al revisar la mayoría de los planes escolares y de las antologías dominantes en el mercado, se puede advertir la repetición de cantidad de conceptos: la erudición de Pedro Henríquez Ureña, lo popular de Federico Bermúdez, lo rural de Domingo Moreno Jimenes, lo universal de Franklin Mieses Burgos, la “negroide” de Manuel del Cabral, la miseria de Juan Sánchez Lamouth, la frustración de René del Risco, para sólo citar la zonas más comunes.

Nadie discutirá la validez de tales denominaciones, pero el problema será la simple repetición de las mismas.

Aparte de esta tendencia, hay otra aún peor: la de reducir las épocas a nombres establecidos y dejar de escarbar en otras letras.

Hay autores que requieren una tabla de salvación: la buena lectura. Hay otros que deberían bajar de sus pedestales, porque las letras, aún después de impresas, no dejan de moverse, de decir, de desdecirse a veces.

El patriotismo no siempre es buena consejera. “Hay un país en el mundo”, de Pedro Mir, debería leerse con tanta intensidad como el “Poema del llanto trigueño”.

La pregunta es de la lectura del poema como comprensión de la historia y del omnipresente “qué somos”, o como propuesta de desarrollo de una nueva sensibilidad.

El problema de la literatura dominicana es que ha estado muy permeada por el afuera. Vuelvo y lo repito: el dique de contención, contracción y expansión de nuestro ser se da alrededor de la pregunta por el yo, por la asunción de una cotidianidad marginal a la tiranía del afuera, de la Historia y del Deber.

La modernidad literaria dominicana surge en los años 60. Lo moderno no es sólo cuestión de técnica. Antes de los 60 ya teníamos una literatura bastante onírica en las letras de Zacarías Espinal y automaticista, en la mejor tradición surrealista, con Freddy Gatón Arce. También podríamos hablar de un lirismo siglo-de-oro y rilkeano en Franklin Mieses Burgos y de unos balbuceos decididamente críticos y desgarrantes con todo, en Juan Sánchez Lamouth. Sin embargo, antes de los años 60 predominaba el “Ello”.

Asumiendo los nombres de la persona, diremos que el “Ello” es dominante hasta los 50, que el “Yo” se instala en los 60, que el “Nosotros” se impone en los 70, y que todo tiende a desaparecer en un “Es” a partir de los 90.

La letra escrita hasta fines de la dictadura trujillista imposibilitaba un decir propio del autor. Cualquier confesión de crisis interna se podía interpretar como una crítica al régimen. Aunque hubo ráfagas poéticas –como las de Rubens Suro-, no se produjo una tendencia consistente que se asumiese en su “sí mismo”.

Los 60 marcan los fundamentos de la modernidad propia, aquella que no solamente es un exorbitar los ojos por los destellos de la técnica, sino la consideración del sí mismo como lo esencial. Pienso un quinteto de autores que lograron el milagro: René del Risco, Jacques Viau Renaud, Miguel Alfonseca, Antonio Lockward y Noberto James. Al poco tiempo se escribe la –para mí- novela fundamental dominicana, “Escalera para Electra”, de Aída Cartagena Portalatín, escrita en Grecia pero con un pie en Moca.

Los 70 son el decenio más desértico de nuestra literatura en el siglo XX. El “Nosotros” de la posguerra se impone. Los poetas asumen la barricada como su casa y denuncian como pequeñoburguesa cualquier intención de disfrutar un café en El Conde, mientras ellos creen convencernos con su estancia en el comedor universitario. El “nosotros” de los 70 produjo buenos documentos, pero no dejó la frescura de la sangre ni la ensoñación de la buena poesía.

A pesar de la organización de congresos, conferencias, no hubo la creatividad suficiente para dialogar sobre aquello que se aferrase mínimamente a algo que no fuese Historia o Heroísmo.  Ni siquiera el pluralismo de Manuel Rueda nos salvó: llegó muy tarde, como una botella diluida en el mar antes de llegar bien a la costa.

Los noventa prometían la gran sorpresa. Hubo sus destellos y el proyecto del viejo “yo” a lo del Risco y Alfonseca se retomó, mientras por otro lado algunos borraban todo lo que fuera los pronominales, imponiendo no “es” donde nada ni nadie lo es.

Al pasar la prueba del primer lustro del siglo XXI nuestra flota se dirige a todos los puertos imaginables. No podemos hablar de imposiciones, porque por suerte, ya no se produce esa tiranía de los milenaristas, los intimistas, etc., aunque a veces domine algo más cercano al marketing y las relaciones públicas que a la buena literatura.

Estamos lanzados a un mar de recuerdos, a uno tenebroso, a otros donde los “yoes” se tensan. Celebremos la variedad y vámonos con aquellos que todavía no tienen nombre aunque se estén tomando con nosotros el mejor café, el de las cinco y media de la tarde.

http://www.cielonaranja.com
Espacio ::: Pensamiento
::: Caribe ::: Dominicano

Publicaciones Relacionadas

Más leídas