Literatura y arte, la enigmática voz de la belleza

Literatura y arte, la enigmática voz de la belleza

Temas hay que por mucho que los deshilvanemos y volvamos a hilvanar en nuestro espíritu, nunca lograrán ser cabalmente escrutados. El de la literatura y las artes (su función, su naturaleza, sus modos de manifestarse) es, sin lugar a dudas, uno de ellos.

La peculiaridad de la escritura literaria radica –cuánto no se ha repetido en su finalidad estética y expresiva. En efecto, el hombre de letras –sea este novelista, dramaturgo, ensayista o poeta no se dirige a nosotros, sus lectores, con la intención de trasmitirnos mensajes de índole conceptual, ni para convertirnos en testigos de una información de pragmática catadura…

Lo propio del discurso literario (aquello que lo distingue en tanto que modalidad elocutiva de cualquier otro tipo de formulación lingüística) es obsequiarnos una criatura verbal cuyo sentido o valor jamás se agota en la denotación ordinaria, o sea, en la mera correspondencia convencional del signo con la realidad extra lingüística a la que éste apunta.

Toda página de genuina estirpe literaria dice mucho más de lo que enuncia. Se nos impone como soberbia presencia numinosa más allá (o más acá, ¿quién podría asegurarlo?) del hecho referido, del pensamiento articulado o de la mera anécdota narrada. Porque el mensaje literario no se contrae a lo que el autor nombra… Nos las habemos, en suma, con un discurso que, antes que nada, nos hace cómplices de una manera de nombrar.

Ya sea que enfrontemos un texto dramático, o que leamos el cuento fabuloso, o que nos extraviemos en las morosas sinuosidades de una novela, o que degustemos la cálida textura musical de cierta estrofa, siempre daremos de bruces con el mismo fenómeno: un texto que nos embelesa porque en él el cómo, la dimensión sonora de la materia verbal, los entresijos gramaticales de la expresión, el insólito cariz significativo e insinuante que de repente cobran los más humildes vocablos proclaman un propósito comunicativo sui géneris, un verbalizar saturado de vivencia pura o gratuita aun cuando no desprovisto por entero de funcionalidad utilitaria.

Quien se adentra, pues, en el territorio de la literatura ha de estar prevenido y hacer acopio de cautela. Allí las palabras y giros cuyo significado creíamos conocer perfectamente comienzan de súbito a mostrar un rostro insospechado, unas facciones nunca antes percibidas. Y, de pronto, la expresión que de tan familiar nos parecía irrelevante adquiere prestancia y bizarría y nos hace perentorios ademanes que obligan a considerarla con detenimiento, con la misma escrupulosa atención que de arriba abajo calibra nuestra mirada al desconocido que irrumpe intempestivamente en el hogar.

Cuando el lenguaje se transforma en poesía, quiero decir, cuando el autor (novelista, ensayista, dramaturgo o poeta) ha logrado transferir a la palabra el toque del asombro, porque ha colocado ante nuestros ojos un objeto verbal que allende las cosas, sucesos y fenómenos a los que hace referencia, se impone y nos cautiva en virtud de su nuda presencia mayestática (criatura simbólica digna de admiración y fuente de inefable extasío), entonces nos hallamos, sin discusión posible, en los parajes encantados de la literatura; o –es otra manera de decirlo nos hemos internado en los más recónditos estratos del espíritu…

Pues merced a tan inusual discurso –y sólo gracia a él consigue el escritor plasmar la íntima verdad de una experiencia psíquica inagotable y jubilosa que cada lector recupera en su entrañable integridad; experiencia que, a partir de ese instante, asediará las murallas de la conciencia, asaltará los bastiones de la fantasía para terminar derramando sobre nuestras almas la luz encandiladora del Ser, lontananza de certidumbres presentidas que insufla plenitud, dignidad, perdurabilidad y nobleza a las triviales peripecias del transcurrir humano.

Ahora bien, literatura y arte no son un lujo, mal que le pese al entestado beocio que hoy, igual que ayer, no deja de importunar con sus prescindibles opiniones; porque no es la belleza banal ostentación ni pasatiempo ocioso… Sobre parejo asunto –importante y delicado si los hay– permítaseme aventurar algunas ideas.

Lejos estoy de suscribir la opinión de quienes aseveran que el concepto de belleza sólo puede ser empleado con legitimidad para definir cierto tipo de arte circunscrito geográfica y cronológicamente dentro de las coordenadas del clasicismo de estirpe greco romana o renacentista… La belleza que se nos ofrece con talante de gracia, mesura y serenidad es sólo un género de belleza, una de las modalidades posibles que ésta suele adoptar: la que fluye de esa zona de la sensibilidad que podríamos calificar como la más gentil, refinada, amable y sonriente.

Mas la experiencia humana –y esto lo sabían los antiguos mejor que nadie no se agota en flor y aroma. Hechos terribles, acontecimientos dolorosos, repulsivos apetitos se disputan un lugar también, gústenos o no, en los hontanares de nuestra intimidad. Y el arte tiene el deber, la misión (tal ha sido siempre su cometido) de extraer la miel de la hermosura a los frutos amargos con los que la existencia nos hace a cada instante tropezar.

Así, valiéndose de un asunto o argumento dilacerante, enfrentándonos a la ruindad o a la desesperanza, logra el cimero artífice gestar una criatura imaginaria que, porque nos transporta a la dimensión de las certezas esenciales, al plano de la verdad indiscutible que las formas expresan, se nos torna, a pesar de la morbidez a que la anécdota o el sentimiento nos compelen, sencillamente primorosa, placentera al soterrado paladar contemplativo, en resolución, sorprendente, exultante, iluminadora.

Transmuta el arte la fealdad con la que nos topamos todos los días en nuestra rutinaria existencia, en reveladora fealdad arquetípica que, tan pronto deja de ser mera vulgaridad, mera bajeza, adquiere los atributos gloriosos de modelo inimitable; es decir, esa perfección y absoluta coherencia a la que sólo la intuición creadora es capaz de acceder en la enigmática esfera de la fantasía… No es otra la explicación de que, verbigracia, la pintura negra de Goya, por espeluznante que la hallemos (y espeluznante es), nunca dejará de fascinarnos.

Y, por descontado, de lo que acabamos de exponer se desprende (el agudo lector ya lo habrá seguramente adivinado) que el arte contribuye al saneamiento de las costumbres, a la higiene moral de la sociedad…, aunque no se lo proponga.

En efecto, cumplen la literatura y el arte una función educativa de primera magnitud en lo que al deslinde de las pautas éticas atañe, no porque el artista intente trasmitir de manera consciente e inequívoca un mensaje aleccionador, no porque la obra exhiba un transparente contenido edificante, sino en virtud de que la belleza –alquimista prodigiosa– siempre convierte en oro el más despreciable metal… Y el hambre de belleza que la familiaridad con las creaciones artísticas provoca pule, sin que de ello tan siquiera nos percatemos, las asperezas y rugosidades del carácter, por mucho que sea éste propenso a la vileza y la estulticia.

Sentenciaba Unamuno, el magno pensador ibérico, que “Uno de los fines del arte, acaso el principal, es levantarnos sobre la vulgaridad y libertarnos de ella”. A lo que añadimos nosotros, que porque nos emancipa de la vulgaridad nos vuelve mejores… De donde resultará fácil colegir que la actividad artística –cual apuntábamos párrafos atrás– no es ni ha sido nunca lujo, oropel superfluo del cual podamos desprendernos como de un tocado pasado de moda o de unos zarcillos rotos.

Constituyen la literatura y las artes la flor de la cultura. Árbol que no florece, no se reproduce. Por consiguiente, aun aceptando la monstruosa hipótesis de una civilización desentendida por entero del resplandor de las formas expresivas (y no está lejos nuestra época de apurar dicho extremo), semejante aborto social, de puro estéril, estaría sin remedio condenado a desaparecer… ¿De qué sirve la vida sin flores que la perfumen y engalanen? Un mundo sin arte, un mundo sin literatura, no es un mundo a la medida de los hombres… Y en este punto acaba mi argumentación.

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