Literatura y ciudad

Literatura y ciudad

Al abordar la idea de ciudad desde cualquier ángulo que pretenda asomarse al ejercicio humano y de lo humano, deberá partirse de un concepto fundamental para su mejor comprensión: desde aquello que entendemos como territorialidad.

Esa conducta de los individuos a través de la cual estos se identifican con un espacio determinado que consideran propio (que podría llamarse ciudad, en este contexto), el cual, tras ser organizado y jerarquizado se transformará en urbe. Urbe entendida como el todo que conforman los ciudadanos, incluyendo sus costumbres y su devenir.

Tal territorialidad ancestral, afirman los conocedores, desde sus inicios tuvo mucho que ver con la necesidad de depositar a los fenecidos en un lugar donde descansasen a fin de poder ser recordados, y también con el deseo de contar con espacios cercanos a los oráculos y templos donde nuestros antepasados expresarían su relación con las divinidades.

Es así, pues, como surge la idea de ciudad-espacio, material y físico, que el hombre convierte en entorno de sueños, deseos y evocaciones y que, junto al ejercicio cultural, representará el centro de toda actividad de su existir. Todo aquello que será depositado en el arte, en su historia oral y en las páginas de la literatura, como aconteció desde tiempos inmemoriales.

Desprovistos de academicismo alguno, recordemos que fue en las tierras aluviales bañadas por el Tigris y el Éufrates de la Mesopotamia milenaria donde surgió la primera ciudad y con ella, la fundación de la escritura.

Hablamos de Uruk, región del actual Iraq cuna de la arquitectura monumental y político-administrativa nacida en el 3500 a.C. Fue en aquellas tierras justamente donde aparecieron los signos pictográficos cuneiformes que, tras representar ideas en sus inicios, evolucionaron hacia la construcción de fonemas predecesores de los ancianos alfabetos. Y fue también en Uruk donde se escribió el periplo de su rey líder en el mítico poema de Gilgamesh considerado por los historiadores la primera epopeya narrada.

Ciudad y escritura parecerían entonces haber nacido de mano para luego caminar al unísono en el género de la épica tal cual lo acontecido en la Ilíada de Homero, imperecedero texto espejo de la Grecia clásica cuyo título se deriva de Ilión, Ilo, fundador de la legendaria Troya.

Tras concluir el dominio feudal medieval y gracias al desarrollo económico y científico impulsado por la Ilustración y el Renacimiento, la ciudad se transforma y se abre a todos; a los que han crecido en ella y a los inmigrantes, convirtiéndose en verdadero laboratorio del existir y foco de atención fundamental del ejercicio de toda forma de arte, incluyendo la literatura, y en particular, la poesía.

La ciudad ya no será sólo lugar de residencia, producción material, ejercicio político o adoración mística. Para el hombre histórico y para los escritores, a partir de aquí se constituirá en extensión del ser y de su propio yo.

Espejo y reflejo de pesares y penurias; de alegrías y de las ficciones más íntimas de sus habitantes. Espacio donde lo colectivo asombrará el pensamiento de los creadores quienes, en sus escritos, viajarán desde lo real hasta lo inventado consolidando de tal forma sus imaginarios y el de sus conciudadanos. Perpetuando y transformando realidades, en suma.

No en vano la filósofa y mejor ensayista española María Zambrano decía que una ciudad desprovista de escritores queda desprovista de su esencia de ciudad para convertirse “en un templo vacío o una plaza sin centro”. Roland Barthes fue más lejos cuando afirmó que “la ciudad es un discurso, y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes; nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en la que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla”.

Tal conclusión del maestro francés subraya la idea de que más allá de constituirse y consolidarse como espacio físico habitable, la ciudad se transforma a través de las voces de sus ciudadanos. Lo hace, además de la imaginación y la realidad, gracias a la magia de la memoria. Con ella crea un lenguaje propio en el que la literatura podría incluso asumir un rol protagónico, convirtiéndola en coherente y perdurable multitud de signos, es decir, en mito representativo del alma individual y colectiva.
Otro genial teórico contemporáneo de Barthes expandió la comprensión semiótica de la ciudad en un importante texto que la plasma más allá de su ser real e histórico, definiéndola como ciudad invisible. Hablamos de Ítalo Calvino y su maravillosa obra Las ciudades invisibles. En sus páginas, Calvino afirma que no puede estudiarse ni asignarse conocimiento alguno sobre la ciudad fuera de su significación.Y dice: “El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas.

La invisibilidad de la ciudad está dada por su aspecto dimensional, pues es imposible de captar en una sola acción o mirada. La percepción de la ciudad, entonces, no se efectúa en la imagen que recoge el ojo sino en la reconstrucción que hace la memoria a partir de las sucesivas imágenes aglutinadas”.

Ante tales aseveraciones puede concluirse entonces que la construcción del sentido de lo urbano implica un doble espacio temporal de configuración: un tiempo histórico y objetivo ?el tiempo de la producción de la ciudad misma? y uno subjetivo, múltiple y polimorfo, instituido en los infinitos itinerarios de su recepción y percepción, como ha establecido el académico argentino Juan Cruz Margueliche.

En la órbita de las ciudades latinoamericanas se ha argumentado a favor de que estas aparecen representadas fantasmagóricamente en claves duales de exaltación y denostación, esperanza y desencanto que ocultan su verdadera naturaleza (José Manuel Prieto González); otros llegan a definirlas como proyectos de conquista desde la perspectiva colonizadora, en las que según la académica Patricia D’allemand, la ciudad latinoamericana es “la implantación ideológica, cultural y material del proyecto de dominación de la metrópoli”.

Bastaría leer algunasreconocidas novelas latinoamericanas para diagnosticar o desaprobar aquello, o revisar las observaciones de estudiosos como Beatriz Sarlo, quien en el ensayo La ciudad vista. Mercancías y Cultura Urbana nos recuerda cómo la brecha económica se extiende a la apropiación de los espacios (y, por ende, a mi modo de ver, a la construcción de otra ciudad inasequible por sus propios ciudadanos), tema que manejó muy bien la cuentística y novelística del desaparecidoMario Benedetti en referencia a la clase media montevideana durante las décadas de los 50 y 60 del pasado siglo.

En los lares de nuestra media isla, además de las importantes contribuciones sobre el tema a manos de Miguel D. Mena, Andrés L. Mateo y Basilio Belliard, entre otros, contamos con el trabajo de la poeta y ensayista Soledad Álvarez, quien en la obra La ciudad en nosotros repasa el transcurrir del ejercicio literario nacional sobre el referente urbano desde los inicios de sus expresiones modernistas hasta la fecha, enfocándose en la mirada de la poesía, género que, a su juicio, fue catapultado a partir del tiranicidio.

Apoyándose en las mencionadas ideas de Calvino, Álvarez afirma que los dioses de la ciudad de Santo Domingo hay que procurarlos en la poesía, “en las visiones de esa ciudad invisible que hemos construido a golpe de rabia y esperanza a lo largo de nuestro decurso trágico. En esa ciudad del hombre para el hombre, reclamada una y otra vez, talismán en este presente cambiante y fragmentado, cementerio de ideales que ya nadie recuerda”.

Cabe alertar al lector, eso sí, que Calvino proclamó con toda la firmeza requerida por la verdad que las ciudades invisibles eran el sueño que nace de las ciudades invivibles. Armados de memorias yfuturos, construyamos,pues, la renovada urbe que alojará nuestros suspiros, esa que todos merecemos.


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