Literatura y civilización contemporánea

<p>Literatura y civilización contemporánea</p>

POR LEÓN DAVID
Ignoro en qué medida el quehacer del literato ha logrado cosechar la estima del lector, pero me atrevería a sostener que, salvo contadas excepciones, la gente del común si bien no suele hacer ascos cuando alguien menciona al cultivador de la palabra, tampoco tenderá, me parece, a adjudicarle un lugar señalado en la excluyente escala de sus predilecciones.

Que así reaccione el pueblo llano no es cosa para quedar boquiabiertos de asombro. La menguada y reticente consideración que por el oficio literario testimonian las muchedumbres nos pone sobre aviso –si es que de ello hubiéramos menester- acerca de cuáles son los prioritarios requerimientos de una civilización crematística y tecnológica como la nuestra, en la que el conjunto de la existencia gira sobre el aceitado pivote de la utilidad y se pliega, obsecuente, al primado incuestionable de la eficacia. El amor por las letras y el consiguiente valimiento de quienes en parejo ámbito sobresalen diera la impresión de encontrar un formidable obstáculo en los valores de pragmática estofa y en las aspiraciones de pecuniario jaez que esta sociedad, sometida por entero al sortilegio de la economía de mercado, segrega al modo de una glándula con cada mercancía que produce, promociona y pone en manos del excitado e insaciable consumidor.

La hodierna contraposición, que no podemos menos que advertir, entre el aprecio que la obra literaria de subidos quilates reclama y el ostensible desinterés que por ella muestra una desaprensiva población a la que sólo el provecho material cautiva, dicha realidad, repito, no debe, sin embargo, hacernos perder de vista que –ironías de la historia- el desvío que en los tiempos que corren manifiesta inequívocamente la ciudadanía en lo que atañe a los afanes expresivos y estéticos del escritor, tiene su más remoto e inconfundible origen (¡quién lo hubiera sospechado!) en el triunfo aplastante que, desde el siglo quince en Italia y no mucho después en el resto de Europa, obtuviera la cultura letrada de los humanistas sobre las vacías abstracciones y alambicados formulismos en que se entretenían, en monasterios y universidades, los epígonos dogmáticos de la escolástica medieval.

En definitiva, aspiro a que el lector que a estas líneas se asome no albergue la menor incertidumbre en torno al hecho de que si hoy el clima intelectual no favorece la adhesión masiva  de la gente a los primores de la creación literaria, es porque cinco o seis centurias atrás un puñado de varones ilustres, un exiguo cenáculo de mentes geniales fervorosamente consagrado a los «studia humanitatis», llevó a cabo la increíble proeza de sentar las bases de una nueva civilización fundamentada en el examen minucioso de los escritos de la antigüedad greco-romana y la jubilosa exaltación de la lengua latina. Esos humanistas, que moldearon su época sobre el paradigma glorioso de la letrada erudición, quiero decir, de la emulación crítica de los magnos autores de la latinidad, fueron responsables –no echemos esta amarga verdad en saco roto- de que, al calor de su infatigable activismo en la esfera de la exégesis y la divulgación de la grandeza artística, filosófica y literaria del pasado imperial y republicano de Roma, alboreara una pujante visión del mundo que, en franco contraste con el espíritu medieval, se centraría no en el mensaje neo-testamentario y lo que al hombre espera en el más allá, sino en lo concreto del mundo visible, en los individuos de carne y hueso; descubriría la dimensión histórica y temporal del humano acontecer; tomaría nota de la condición diversa y relativa del devenir social; y abriría de par en par las puertas a la idea de progreso al proclamar –inmejorablemente lo compendia en su obra sobre el Renacimiento Francisco Rico- que «…el mundo puede corregirse como se corrige un texto o un estilo.»

En suma, el humanismo renacentista, que significó la suprema victoria del hombre cultivado de pensamiento independiente, que durante tres siglos sujetó la casi totalidad de la vida cultural al carruaje de los estudios lingüísticos y de la literatura es, amarga paradoja, el progenitor de las raudas y radicales transformaciones que derivaron, andando el tiempo, en la civilización actual, una de cuyas notas características, como párrafos antes lo señaláramos, apunta a la escasa atención que concede a los creadores literarios.

La soberbia casta de los humanistas nunca puso en tela de juicio que la frecuentación de las más notables obras de la edad clásica era la única manera de fomentar el refinamiento de las costumbres y el desarrollo de los conocimientos y de las instituciones de la vida civil. A la conquista de semejante meta se orientaban los empeños, las ilusiones, la pasión de tan selecto cónclave de pensadores. Así, según Guarino, «¿qué objetivo más excelente cabe concebir y alcanzar que las artes, las enseñanzas, las disciplinas que nos permiten poner guía, orden y gobierno en nosotros mismos, en nuestra casa, en la sociedad?» Y como la literatura es la gran maestra, sólo los que de ella se nutren, asegura Platini, «advierten con extraordinaria agudeza las cualidades más diversas y aun opuestas: su personalidad tiene un no sé qué de delicadeza y exquisitez que falta a los demás, y poseen una sensibilidad especialmente dispuesta para el conocimiento de las cosas.»

Tal era la convicción de los pioneros de la modernidad. De ellos heredamos, de manera directa o indirecta, buena parte de lo que somos. Empero, si a las apariencias doy fe, su generosa confianza en el poder regenerador y formativo de las obras cimeras de la literatura no parece haber sido incluida en nuestro legado… ¿Tendrá esta omisión algo que ver con la trivialidad y la torpeza que dondequiera volteamos el rostro ofenden nuestras pupilas. He aquí un melancólico asunto sobre el que acaso valdría la pena meditar.

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