LITERATURA
Problemas de la novela dominicana 1960-1980

LITERATURA<BR data-src=https://hoy.com.do/wp-content/uploads/2013/08/E457C8A6-0520-469A-A01E-73B88DFE9F68.jpeg?x22434 decoding=async data-eio-rwidth=401 data-eio-rheight=390><noscript><img
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No cabe la menor duda de que la literatura dominicana de la década del sesenta estuvo arrastrada por los movimientos sociales y políticos que signaron una etapa importante de nuestra historia cultural. La Revolución cubana, la caída de Trujillo, el retorno de la democracia, la lucha popular y foquista, la intervención estadounidense, nos dieron unas dos generaciones literarias con logros medianos en la poesía, en el teatro, la crítica historiográfica, el ensayo y con cambios sustantivos en la narrativa, sobre todo, en el cuento.

  En poesía René del Risco y Bermúdez realizó, como muchos de la época, una escritura muy ligada a los procesos sociales, que hoy día tiene poca vigencia. En el teatro se destaca Iván García, una  figura  importante  en un momento en que muchos grandes escribieron un teatro de características dominicanistas y universales, como Héctor Incháustegui, Franklin Domínguez, Avilés Blonda. 

La novela fue un campo prácticamente sin logros significativos, más allá de lo que planteamos anteriormente. Sin embargo, algunos autores nos muestran que el sesenta fue una década de muchas  transiciones y constancias. Entonces, seguían en plena madurez los escritores del treinta y del cuarenta y ocho. Bosch, Marrero Aristy, Incháustegui y Mir se unían a una voz respetable como la de Manuel Rueda, en la narrativa, teatro y poesía.

            También aparecieron obras de autores del cincuenta como Lacay Polanco y se republicaban los cuentos de Juan Bosch y sus obras bíblicas desconocidas hasta entonces en el país, mientras surgirá con fuerza el grupo La Máscara y su concurso de cuento  que será el nido de un grupo de narradores significativos, quienes, por distintas razones, no pudieron culminar su oficio como creadores literarios.

            La novela del sesenta se circunscribió a las obras del ciclo bíblico (Magdalena, Testimonio de Deive y Reyes, respectivamente, a otra, más bien un relato largo, de Antonio Lockward Artiles (Espíritu intranquilo, 1966). Sin embargo, el sesenta muestra el despunte de uno de los más prolíficos y trascendentes novelistas de la posdictadura: Marcio Veloz Maggiolo, quien,  con mayores logros, reconocimientos y  lectores, ejercerá el oficio del novelar.

            Además de las obras arriba citadas, Marcio Veloz Maggiolo publica otras de estimable valor, como La vida no tiene nombre (1966), Nosotros los suicidas (1965) y Los ángeles de hueso (1967). Tal vez la obra más representativa del periodo y la más sobresaliente sea La vida no tiene nombre, porque es un texto dentro de la tradición y la innovación; dos ejes en los que debe marchar todo arte. Maggiolo  observa la realidad dominicana y la simboliza como una forma de análisis del presente y del pasado. El tema de esta obra es la lucha de los gavilleros del Este contra las tropas de ocupación estadounidense y plantea un tema ético: el colaboracionismo con las tropas extranjeras. Se destaca también la hibridez del personaje principal, dada en su origen domínico-haitiano. El primer asunto podría ser una consecuencia de la Guerra de Abril, lo que presenta una trabazón entre la historia (1916-1924) y la realidad como mundo del autor y del lector  en 1965.

            Aunque lo que entiendo como capital en La vida no tiene nombre, además de una obra cuyo lenguaje trasciende la simple comunicación,  es su contextualización al crear una atmósfera virtual en la que la belleza, la forma como ordena esta narración, resulta en un  manejo sumamente artístico de la historia, la creación de una diégesis que produce un “efecto de realidad” y que construye  un horizonte de expectativa para el lector.

            Muchas de las obras narrativas del sesenta son textos breves que no llenaron la expectativa de una gran novelística dominicana, de una novela dominicana trascendente. Si bien es cierto que la obra El buen ladrón de  Veloz Maggiolo tuvo un importante reconocimiento internacional (el Premio William Faulkner), otras se quedaron en las pequeñas ediciones de un país con una educación universitaria elitista y un sistema educativo muy pobre. Las obras de los del setenta se distinguirán por la continuidad de la tradición y por un anclaje en la literatura universal, anterior al Boom latinoamericano. Creo, con Giovanni Di Pietro, que aquí podemos encontrar un hiato, una especie de discontinuidad en la escritura que dejó atrás grandes logros entre representación y arte novelístico.

            La década del setenta pondrá en el escenario literario a otros autores. Estos son: Pedro Peix, Roberto Marcallé Abreu y Andrés L. Mateo. El primero, que surge como novelista, se desplaza hacia el cuento. De su novela parece la más importante: Los despojos del cóndor, El Brigadier, que aparecerán a principios del ochenta. Su novela El placer está en el último piso (1974) tuvo una pobre recepción. También  Andrés L. Mateo, que publica en 1979 Pisar los dedos de Dios, una novela breve pero augural, se nos muestra como el novelista más importante de las décadas siguientes hasta la actualidad.

            En el setenta, una mujer pública participa en la novelística con un gran reconocimiento internacional, Aída Cartagena Portalatín con Escalera para Electra (1970), finalista en el certamen Biblioteca Breve de los editores Seix y Barral, es la más importante obra de la década. Roberto Marcallé Abreu sobresale como novelista con Cinco bailadores sobre la tumba del Licenciado (1978). También  se publican tres novelas de estimable calidad, escritas por escritores en plena madurez creativa, como Las devastaciones, de Carlos Esteban Deive (1978), El oro y la paz (1976), de Juan Bosch, y Los algarrobos también sueñan (1977), de Virgilio Díaz Grullón, y la novela experimental De abril en adelante (1975), de Marcio Veloz Maggiolo. A esta se agrega Cuando amaban las tierras comuneras (1978), de Pedro Mir, reconocida por ser publicada por Siglo XXI y que plantea una participación en el post-boom de la literatura dominicana. Es una novela poco estudiada: se platea un tema teórico como la noción de periodo en la Historia dominicana. La estructura está bien construida, el lenguaje poético y las estructuras sintácticas sin los signos de puntuación la hacen un texto artístico que cualquier lector puede disfrutar.

            Como se puede ver en este panorama, la producción de la novela dominicana, con sus altibajos, ha sido constante y en cada época han aparecido nuevas voces y las anteriores han seguido haciendo sus aportes. Bosch, Mir, Aída Cartagena y Díaz Grullón son parte de una tradición del decir y sus obras narrativas, dentro de la unicidad o de la continuidad, no pueden ser echadas por la borda. Así, en esta época se desarrolla una literatura dominicana, más cercana al Boom latinoamericano (Veloz Maggiolo, Mir, Cartagena y Díaz Grullón), que mantiene fuertes lazos con la tradición, como se puede apreciar en El oro y la paz (1976), una obra que muestra al escritor realista que es Bosch, pero también al realismo sicológico que existe ya en sus cuentos con “Hacia el puerto de origen”, “El indio Manuel Sicuri” y “El hombre que lloró”. En  El oro y la paz  el suspenso y la alegoría platean una lectura del autor, entre la política y la literatura, entre el oro (los negocios) y la paz (la búsqueda de Paraíso perdido). Aunque ganó el Premio Nacional de Novela en 1976, esta obra de Bosch no ha sido apreciada en toda su dimensión.

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