¿Llamarlo Jihad lo convierte en una?

 ¿Llamarlo Jihad lo convierte en una?

Por DAVID E. SANGER
NUEVA YORK
— Poco después de que la policía anunció la semana pasada que había frustrado una conspiración para hacer estallar aviones sobre el Atlántico, el presidente George W. Bush declaró que el asunto era “un duro recordatorio de que esta nación está en guerra con fascistas islámicos”.

 Funcionarios británicos, por su parte, se refirieron a los hombres bajo custodia como los “principales participantes”, y declinaron discutir sus motivos o ideología para no poner en riesgo los “procedimientos criminales”.

 La diferencia en estas descripciones públicas iniciales fue reveladora: El presidente estadounidense utilizó lenguaje que reafirma que Estados Unidos está inmerso en una guerra global en la cual sus enemigos están unidos por una ideología común, y un odio común a la democracia. Por el momento, los británicos se apegaron cuidadosamente a un lenguaje moderado de ejecución de las leyes.

 Un debate crítico en Estados Unidos hoy en día — entre candidatos políticos y entre expertos en seguridad nacional — es si cinco años de declaraciones de guerra y de hacer la guerra han ayudado a hacer a Estados Unidos más seguro. ¿O, incluso en ausencia de un ataque importante contra Estados Unidos desde el 11 de septiembre, esta estrategia ha creado mayor peligro ofreciendo a los grupos terroristas exactamente lo que anhelan: la sensación de que son un ejército unificado de jihadistas? ¿Y la estrategia radicalizó a grandes partes del mundo musulmán en maneras que no eran imaginables apenas en 2003?

 Para la Casa Blanca, la conspiración para los ataques explosivos de la semana pasada fue la Prueba A en la defensa de la estrategia de guerra: los conspiradores irían tras los estadounidenses, hubiera guerra o no en Irak. Pero los críticos argumentan que fusionar la guerra contra el terrorismo e Irak estaba creando nuevos jihadistas, desde Indonesia hasta Walthamstow, el área del este de Londres donde se incubó gran parte del complot.

Pocos cuestionaron si la estrategia de guerra contra el terrorismo tuvo sentido después del 11 de septiembre. La guerra en Afganistán en gran medida hizo disminuir la capacidad organizacional de Al Qaeda, aunque hubo indicios la semana pasada de que la red terrorista tenía lazos con los sospechosos de origen británico en la conspiración londinense.

 El Presidente Bush y el vicepresidente Dick Cheney se burlaron de lo que consideraron el enfoque de aplicación de la ley de los años de Bill Clinton en la presidencia. Como dijo Cheney a diplomáticos visitantes recientemente: “Había una guerra en desarrollo en los años 90, pero no lo sabíamos”.

  Rutinariamente recita una historia de complots terroristas contra estadounidenses en las últimas dos décadas, desde la destrucción de unas barracas de infantes de marina en Beirut en 1983 hasta el ataque contra el USS Cole en 2000, todo lo cual, dijo, fue manejado como investigaciones policiales, lo que envalentonó a los conspiradores del 11 de septiembre.

“Verá caso tras caso de terroristas que atacaron a Estados Unidos o a blancos estadounidenses, y Estados Unidos no respondió con la suficiente dureza”, dijo Cheney en un discurso reciente.

La prueba de la fuerza de voluntad estadounidense, han insistido Cheney y Bush, está en Bagdad, lo cual explica porque se aferran al lenguaje de que es el “frente central” en la guerra contra el terrorismo y una ficha de dominó que Estados Unidos no puede dejar caer. La derrota ahí, advierten, daría a los jihadistas una victoria y les daría poder para avanzar al siguiente país, quizá Pakistán, quizá Arabia Saudita, quizá Líbano.

 La duda es si ese enfoque — y el lenguaje que le acompaña — crea una trampa para el gobierno estadounidense.

  “Pienso que lo que está sucediendo es que todo se está exagerando”, dijo Stephen Cohen, experto en Medio Oriente en el Foro de Política sobre Israel. “Al igual que todas las crisis pequeñas alrededor del mundo eran parte de la Guerra Fría, todas ahora son parte de la lucha entre el islamismo militante y Estados Unidos. Y eso hace a los conflictos individuales más difíciles de resolver”, y una inspiración para la jihad.

Cohen citó el enfoque estadounidense hacia el conflicto entre Israel y Hizbulá. Si ese conflicto fuera considerado una vez más como otro capítulo en una disputa regional que lleva mucho tiempo, lo que estaría en juego sería menor en Washington, haciendo más fácil que Estados Unidos desempeñara un papel pacificador más tradicional.

La respuesta del gobierno es que describe al mundo tal cual es; en vez de eludir las realidades de Medio Oriente.

Aunque le preocupa que con el lenguaje de “fascismo islámico” se corra el riesgo de irritar a las comunidades musulmanas, Farhana Ali, analista política en RAND Corp., dijo: “No culpo al gobierno estadounidense por tratar esto como una guerra, porque lo es, en muchas formas. Es una guerra política”.

Señala al video divulgado el mes pasado, exactamente un año después de los atentados explosivos en el tren subterráneo de Londres. En él, un conspirador que murió en los ataques, que parecía hablar desde la tumba, advirtió que las explosiones eran sólo el principio de ataques más grandes.

Daniel Benjamin, autor de “The Next Attack” (El Próximo Ataque), un libro sobre el futuro del terrorismo, dijo: “Los atacantes del tren subterráneo en Gran Bretaña evidentemente estuvieron motivados en gran medida por Irak. Estaban obsesionados con él”.

Washington ha tratado, a veces, de suavizar su mensaje. Bush ha lanzado esfuerzos diplomáticos para convencer al mundo musulmán de que la batalla es contra los terroristas, no contra “una religión grandiosa”. El gobierno proporcionó ayuda a las víctimas del tsunami en Indonesia, en parte también para recordar a la nación musulmana más grande del mundo que los objetivos estadounidenses van más allá de las operaciones de de contrainsurgencia.

Pero esas operaciones militares son lo que la mayor parte del mundo ve en sus televisores cada noche. Un misterio de la conspiración de Londres es si Al Qaeda la incitó — como un esfuerzo de su liderazgo sobreviviente para probar que aún puede asestar un golpe — y si los sospechosos fueron motivados por las imágenes militares televisadas.

Jon B. Wolfsthal, del Centro para Estudios Estratégicos e Internacionales, dijo el viernes: “Si pudiera hacer una pregunta como interrogador a los tipos que acaban de arrestar, quisiera descubrir quiénes eran y qué pensaban sobre este tipo de ataque antes de Irak, o después. Quisiera saber si tienen una vieja ira contra Estados Unidos, o si estamos echando leña al fuego, y haciendo nuevos extremistas. No quiero decir que Irak esté bien o mal, pero toda acción tiene consecuencias”.

En el número actual de The Atlantic, James Fallows argumenta que las imágenes de la “larga guerra” — una que ya ha durado mucho más que el conflicto coreano — causa su propia derrota. “Una guerra sin fin es una invitación sin fin a la derrota”, escribió. “En algún momento habrá más atentados explosivos, tiroteos, envenenamientos y otros incidentes en Estados Unidos”. Algunos serán obra de extremistas islámicos, algunos no. Añadió: “Si ocurren mientras la guerra sigue en desarrollo, son ‘victorias’ del enemigo, no desgracias del tipo que sufren las grandes naciones”.

Para Bush, sin embargo, desechar hablar de una “larga guerra” sería enviar un mensaje de que Estados Unidos puede regresar a dormir. Por ello, todo ataque terrorista o amenaza está entretejido con la trama mayor de una lucha global.

Ayuda a explicar el reciente redespliegue de tropas estadounidenses en las calles de Bagdad: Retirarse pronto sería regresar al fallido enfoque de los años 90. Sería otro Somalia, otro Beirut. El problema es si quedarse pudiera dar a los jihadistas algo más: Una situación de conflicto de nunca acabar, en una guerra que debe ser librada en Bagdad, Líbano y en la clase económica de un avión 747.

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