Llegar al gobierno para no gobernar

Llegar al gobierno para no gobernar

ROSARIO ESPINAL
Hace un siglo, el sociólogo alemán Max Weber analizó un asunto medular del quehacer político:  cómo se establecen las relaciones de autoridad (entiéndase de poder) entre gobernantes y gobernados, y por qué se acepta la autoridad como legítima o válida. Con un enfoque clasificatorio, Weber indicó que a través de la historia las sociedades habían conocido tres formas de establecer relaciones de autoridad con legitimidad: la tradicional, la carismática y la racional. En la autoridad tradicional, que prevaleció en las sociedades premodernas, las personas se sometían a la autoridad por una costumbre y por el valor que le asignaban a la tradición.  Se obedecía la autoridad porque así se había hecho en el pasado, predominando una aversión al cambio.

La autoridad carismática se fundamenta en la valoración positiva que hacen los adeptos de los atributos personales del líder.  La legitimidad se establece por la admiración de esos atributos y la autoridad del líder prevalece sobre los mecanismos institucionales.

En la autoridad racional se obedecen las leyes y los procedimientos institucionalizados que sirven al Estado y la sociedad en la consecución de fines racionalmente establecidos.  Lo institucional, como espacio de reglas impersonales,  prevalece sobre el carisma personal o la autoridad por tradición.

Weber planteó que en un sistema político moderno estas tres formas de autoridad pueden coexistir, pero prevalece la racional. Es decir, la autoridad se fundamenta en un sistema de leyes e instituciones que permite seleccionar los medios más adecuados para alcanzar los objetivos políticos deseables, al margen del capricho personal de los líderes o de la mera tradición.

En estos tiempos en que se escucha decir que la ciudadanía no confía mucho en sus líderes ni en las instituciones políticas, los planteamientos de Weber son útiles para entender las dificultades que se presentan en la construcción de relaciones de autoridad política con legitimidad.

Es claro que los procesos de modernización económica y la ampliación de la comunicación a escala global, impensables hace apenas 50 años, han producido un deterioro de la autoridad tradicional. Ya no es tan fácil que la gente mantenga reprimidas sus expectativas de cambio con el acceso a la información que tienen

Por otro lado, aunque el carisma continúa siendo un factor importante para legitimar la autoridad, este mantiene su utilidad si se combina con un sistema legal e institucional, capaz de producir eficiencia en la gestión pública.  De lo contrario, las estrategias carismáticas se desploman con facilidad, por la conciencia que tiene la ciudadanía de sus derechos y posibilidades; estando dispuesta a subordinarse a la autoridad sólo si siente que deriva beneficios concretos para satisfacer sus necesidades.  En este sentido, el componente emocional en la consecución de la legitimidad política ha perdido terreno.

Sólo en sociedades donde la política tiene un fuerte contenido de fundamentalismo religioso, como el algunos países musulmanes, se mantiene alto, junto a la tradición, el componente emotivo-carismático en la construcción de la legitimidad política.  En las demás, es común encontrar altos niveles de insatisfacción con la autoridad política, ya sea porque los gobiernos no responden a los estándares básicos de funcionalidad, o porque las expectativas de la población sobrepasan la capacidad de respuesta del sistema político.

De ahí la volatilidad que registran las encuestas de opinión pública en los niveles de aceptación y popularidad de los gobiernos de muchos países, asociada a la insatisfacción con la oferta de servicios públicos y el estilo ineficaz de gobernar.

En sociedades con libertades democráticas, las insatisfacciones encuentran múltiples canales de expresión, siendo de gran impacto los medios de comunicación, con lo cual se genera una espiral ascendente de insatisfacción con el quehacer político y sus resultados.

La brecha que se crea entre los objetivos que desea alcanzar la población y los resultados deficitarios del ejercicio gubernamental, genera una especie de cólera política, marcada por frustración, angustia, cinismo e impotencia en la población.

Para amortiguar estos estados de insatisfacción, la ciudadanía elige candidatos presidenciales con cualidades especiales que alientan temporalmente las esperanzas políticas de un segmento amplio de la población.  Por ejemplo, a Hipólito Mejía por su irreverencia campechana hacia el poder; a Leonel Fernández por su formalidad y conocimiento del poder.

Pero esos atributos personales de los presidentes no son suficientes para forjar una autoridad política con legitimidad sostenible, aún en el contexto de un sistema de partidos políticos estable como el dominicano.

La limitación radica en que el Estado carece de los mecanismos de gestión adecuados para satisfacer las necesidades y expectativas de la ciudadanía.  Y cuando los políticos llegan al poder abandonan el compromiso, por mínimo que sea, de dotar al Estado de eficiencia y capacidad de gestión.  En este sentido, los políticos llegan al gobierno pero no gobiernan si fracasan en la tarea fundamental de construir autoridad política con legitimidad duradera.

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