Los reales avances institucionales en la lucha contra la corrupción administrativa tienen que ser medidos y su profundización garantizada por acciones ejemplarizadoras que no se queden en simples pronunciamientos, en impunidades o inacciones que se diluyen en el tiempo. En México, por ejemplo, la vigilancia y la presión por parte de la opinión pública ante este flagelo es de tal magnitud que los funcionarios se ven obligados a renunciar para someterse a procesos judiciales ante las denuncias que trascienden en su contra, como acaba de ocurrir con Javier Duarte, gobernador del estado mexicano de Veracruz, acusado de enriquecimiento ilícito.
Consciente del daño que el peculado causa a la imagen de las organizaciones políticas, a pesar del clientelismo que promueven y del cual se nutren, partidos otrora protectores como el Revolucionario Institucional (PRI) ahora se niegan a apoyar funcionarios cuestionados y, en una decisión sin precedentes, ha procedido a suspender provisionalmente los derechos políticos del citado gobernador.
Ante este ejemplo, la pregunta pertinente es si en este país llegará el día en que los servidores públicos se vean obligados a dimitir cuando se vean envueltos en denuncias de irregularidades administrativas, claro siempre que sean contundentes y bien fundamentadas, no producto de especulaciones o manejos tendenciosos.
El puñetazo que habría dado sobre la mesa al presidente Danilo Medina durante un consejo de gobierno en el Palacio Nacional, para subrayar la advertencia de que no se tolerarán actos contrarios a la debida transparencia, ojalá pueda actuar como eficaz disuasivo frente a quienes se sientan tentados a utilizar en su provecho los fondos del erario.
En un sentido amplio, esa transparencia no sólo tiene que ver con un manejo prudente y escrupuloso de los recursos públicos, sino en cuanto a la conducta individual y colectiva de esos servidores, que tienen que comenzar a dar ejemplo de credibilidad cumpliendo con sus obligaciones de presentar declaraciones juradas de bienes, ajustadas a la realidad de sus respectivas estructuras patrimoniales.
En otras naciones la prevaricación no sólo está tipificada por la distracción de fondos estatales, sino por la violación deliberada y sistemática de procedimientos que son fundamentales para un manejo serio de todo lo relacionado al bien común, que debe ser motivo de cuidadosa vigilancia de parte de los encargados de diferentes dependencias de la administración pública.
La corrupción debería ser un tema de permanente interés y objeto de debates con profundidad y no sólo a nivel teórico o coyuntural, sino con un genuino interés de buscar fórmulas y mecanismos para prevenir “indelicadezas”, como eufemísticamente algunos políticos llaman a estas bochornosas acciones en perjuicio del llamado interés general. En otras palabras, que un debate llevado con la debida seriedad no puede reducirse a establecer, sobre bases que serían siempre sujetas a dudas y contradicciones, qué partido o dirigente de la clase gobernante o política del país es más honrado o corrupto.
Independientemente de lo que quiera plantearse desde el gobierno, la oposición o la sociedad civil, la gente tiene su propia percepción sobre la magnitud de la corrupción administrativa y en no pocas ocasiones ha sufrido en carne propia sus deletéreas consecuencias.
Ahora la pregunta relevante es la siguiente: ¿tiene la ciudadanía suficiente conciencia crítica y responsabilidad cívica para reflejar la condena a la corrupción mediante el derecho que tiene a ejercer el sufragio cada cuatro años? ¿Cumplen los legisladores y otros estamentos del Estado con su sagrada visión de vigilancia y contrapeso para prevenir excesos e irregularidades administrativas?
Mientras no se erradique la corrupción en todas sus modalidades, ese cáncer hará metástasis e impedirá reducir de verdad la pobreza y la desigualdad social, porque el caudal de recursos que desvía a arcas particulares es dinero que se deja de invertir en provecho de la colectividad.