Llegó la Navidad

Llegó la Navidad

JOSÉ ALFREDO PRIDA BUSTO
Ya está prácticamente en su apogeo la temporada navideña. Para algunos, tiempo nostálgico. Para otros, oportunidad de orgía y desenfreno. Tal como sucede en los carnavales. Tiempos en que salen a la luz libremente cantidades de instintos primarios justificables porque en esas ocasiones la sociedad permite. Sin pensar en lo que se conmemora. Como en esa otra época del año, allá por la primavera. Y para otros, tiempo insufrible. Las celebraciones empiezan desde que se ven en la calle los primeros arbolitos, luces intermitentes y adornos. Esto hacia mediados de octubre.

Como si el tiempo se fuera a terminar y realmente no se pudiera hacer en diciembre lo que se supone que hay que hacer para que digan que sabemos celebrar. Somos un pueblo alegre. Los que no hacen lo típico, son unos viejos aburridos, cascarrabias y aguafiestas.

Tiempo pintoresco la Navidad. Y mucho más en países pintorescos.

Se bebe. ¡Ay! cómo se bebe. Y hay que darle duro a la bebida, porque a principios de diciembre ya muchos llevan una gabela grande. Parecería que hay que alcanzarlos obligatoriamente o que las bodegas productoras de bebidas alcohólicas van a cerrar para siempre. A veces se falta al trabajo debido a un exceso. Y se manejan vehículos con el cerebro nublado por los vapores. Riesgoso.

Se come. Mucho. Demasiado. En poco tiempo. Como si el objeto fuera matar alguna «falta de cuchara» sufrida el resto del año, que generalmente se atribuye a que la cosa está mala debido a las erróneas políticas económicas de los gobiernos. Libras de más, problemas de salud por la autoindulgencia que nos autoriza a comer lo que el médico ha prohibido terminantemente. Gastos adicionales. Inconveniente.

Se oye mucha música. A alto volumen. Muy alto. Es signo de la alegría que nos embarga. Música vieja, porque ya nadie hace música buena. Y mucho menos de Navidad. Como si no fuera suficiente el sufrimiento de tener que soportar durante la noche, por horas, la música del estridente radio del guachimán de al lado. Nadie le llama la atención. Tienen aire acondicionado. No se enteran de nada. O los ritmos modernos que oyen los vecinitos durante las veinticuatro horas del día. Ba-dum-ba-dum. Sin final. Molestoso.

Y se hacen otras mil barrabasadas. Las pascuas nos conceden carta blanca para todo eso.

Tan pronto la gente tiene en su poder el doble sueldo viene el derroche. Salen a la calle absolutamente todos los vehículos que hay en el país. Al mismo tiempo. A las tiendas. A gastar. ¿Y si uno se muere mañana? No hay parqueos. Peleas. Tapones en las calles. Todos quieren ir delante. Nadie cede el paso. Enganchados al sempiterno celular. Bocinazos. Insultos. Adorable.

Pedigüeños por doquier. No necesitados. Pedigüeños. Que asumen que uno está nadando en dinero. Todo el mundo es rico al menos por un mes, con excepción de ellos. Y a ellos debe tocarles algo. Y piden. Aparecen de improviso. En cualquier lugar. Quieren beber mucho y comer mucho y quemar fuegos artificiales. Como los demás. Todos tenemos derecho.

Los maravillosos, extraordinarios y nunca bien ponderados fuegos artificiales. Parecería que este año la pólvora se cotizó baratísima en los mercados internacionales. Hay unos aparatos de esos que cuando explotan hacen que tiemblen las paredes de un edificio. Peligrosos en manos inexpertas, pero no importa. Es Navidad. Deben costar una fortuna, pero no importa. Es Navidad. Tarde en la noche despiertan con un susto a los que descansan, pero ¡qué importa! Que celebren también como los demás. ¿Controles? No relaje. Disparos al aire en el calor de las celebraciones. Doce. Uno con cada campanada. Al aire. Juego inocente. Fulano aquí y perencejo allí. Contentísimos. Vaso en la mano izquierda, arma en la derecha. O viceversa. Sin pensar que la trayectoria ascendente del proyectil llega a un punto final. Luego el descenso. Adquiriendo velocidad y llegando a una distancia que depende del ángulo de disparo. Puede haber alguien en el camino del plomo. Muertos y heridos. Sin culpables.

Estaremos sufriendo la resaca y llorando los excesos, nuestros o de los demás, para cuando se espera la llegada de la Vieja Belén. El pobre consuelo de los que no recibieron nada del Niño Jesús o los Reyes Magos. Y que poco o nada recibirán. Porque esa ilustre dama del folclor local no maneja los presupuestos de los anteriores.

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