¡Llegué tarde!

¡Llegué tarde!

PEDRO GIL ITURBIDES
Cuando Dios estaba repartiendo la apolineidad masculina llegué a un cruce de caminos en el cual no había letreros. De ahí el aspecto que presento. Poco después de aquel primer reparto supe que el Señor repartía cruces livianas y quise buscar una menos pesada que la asignada en mi nacimiento.

 La fila sin embargo, daba la vuelta a la bolita del mundo, por lo cual desistí del cambio. Ahora, hace poco, me avisó mi esposa que Amable reparte papeletas de a mil, quinientos y doscientos pesos.

 ¡De las nuevas!, me advirtió al referirse a estas últimas, y pedirme que averigüara dónde las estaba dando. Teníamos interés en colocarnos en la fila, para que por lo menos una nos cayera algo en las manos. Supe, sin embargo, que hay que aguantar pisotones, empujones y codazos antes de agarrar diez cheles de los de palmita. De manera que prefiero acechar el helicóptero para saber por dónde tiran las famosas papeletas de Amable. Mientras me mantengo al acecho de ese aparato, estoy buscando un carnet morado. Me pregunto qué obra maravillosa ha ocurrido en estos años como para que, quienes criticaron al Doctor, lo imitaran luego con las funditas.

Lo milagroso, empero, no fue esto, sino que han llegado al extremo de imitar también a Amable en la repartidera de papeletas. ¡Válgame Dios! ¡Porque hay que estar escasos de ideas, de propuestas de buen gobierno y de verdadera elocuencia para reducir la obra política a estas liviandades!

De todos modos, quise ponerme en la fila de los que, criticando a Amable, decidieron imitarlo en el reparto de las papeletas. Acudí con el vehículo, carnet morado en mano y el ansia de buscar los mil pesos que reparten para que uno le pegue la foto de Leonel al vidrio del carro. Mi problema, como en lo tocante al reparto de los dones divinos, es que siempre llego tarde a esas repartideras. Entre las intersecciones de la Tiradentes con 27 de Febrero y la Bolívar tardé treinta y nueve minutos cuando repartían los mil toletes. Iba rumbo al trabajo y me pregunté cuáles razones me disuadieron de esquivar el paso de tortuga que llevábamos por la Tiradentes.

En los carriles de circulación vehicular norte/sur encontré las filas de vehículos públicos estacionados en sentido contrario. Dos choferes se peleaban por una de las posiciones en la cola. ¡Dios mío!, pensé, ¿pero no es aquí, de este modo ruin y bajo, en que las ideas han sido sustituidas por las treinta monedas? Pero sí, ¡aquí era, en este mismo sitio, a esta misma hora, y en este mismo lugar! ¡Cuánto ha pasado este pueblo, y cuánto está condenado a sufrir, por ese afán de buscar tres cheles en vez de procurar gestiones de bien común!

No quise quedarme en la cola. Para comenzar, iba a pelearme con alguno de los que ya se encontraban en la interminable fila, engrosada a cada instante. Además, soy poco inclinado a marchar en vía contraria por calles o carriles marcados en un sentido. Y por último, contemplé en lontananza, desde el altico de la Bolívar, el panorama que se divisa hacia el sur.

Era el mar, pues el mar se contempla desde allí. Y me acordé de don Horacio en su campaña de reelección. ¡Horacio, o que entre el mar! Y efectivamente, entró el mar. Treinta y un años duró batiendo costas, taludes playeros, riscos y todo lo que se le puso de por medio. ¡Treinta y un años, y todavía hablamos de él!

Al llegar a la casa mi mujer hurgó en mis bolsillos. ¿Y dónde están los mil pesos?, preguntó angustiada. ¡Llegué tarde!, dije. ¡Siempre llego tarde! Pero si seguimos pa’lante por la pendiente que vamos, en donde las ideas se han sustituido con cuatro papeletas, ¡todo el país, y no sólo nosotros, llegaremos tarde a la cita con un mejor porvenir!

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