Lo efímero de las constituciones

Lo efímero de las constituciones

Una de las reformas constitucionales (2010) más elogiadas, a la que desafortunadamente introdujeron casi de inmediato el artículo que de nuevo abría paso a la reelección y que ahora rige a la República, está ya en la mira de los designios que siempre impiden a la Ley de Leyes ganar respeto por la firmeza y permanencia de sus postulados. Si existe algún registro mundial de transformaciones, a veces acomodaticias o puramente circunstanciales, aplicadas a las normas que organizan al Estado, el trofeo del primer lugar vendría a Santo Domingo.

Por H o por R, suele aparecer algún motivo para removerlas, en vez de proponerse conferir plena vigencia a legislaciones ordinarias y orgánicas de más carácter. El prurito de acudir intempestivamente a modificaciones en materia constitucional va contra la legitimación que la opinión pública concede a la que está, aun después de haber sido estrujada para un continuismo que resultó fallido.

Defrauda además el que el acatamiento a los mandatos que de ella emanan no alcanzan plenitud en razón de que los órganos legislativos no han cumplido con la obligación de conciliar múltiples leyes, todas importantes, con el máximo documento del sistema jurídico. «Pedazo de papel serás siempre», podría estar diciendo desde su tumba el doctor Joaquín Balaguer, autócrata que, curiosamente, no apostó mucho a las asambleas reformadoras.

Protegió de transmutaciones al texto constitucional que le regía hecho a su imagen y semejanza, al que nunca permitió que contuviera obstáculos a su ideal de prolongarse en el poder. Somos un país de muchas constituciones pero de poca constitucionalidad en el sentido de no conferir continuidad a los basamentos jurídicos.

Falta comprender que la fiel aplicación de las disposiciones constitucionales, en letras y espíritu, y el ejercicio legislativo honesto, consensual y separado de las pasiones políticas, serían suficientes para conferir legalidad y poner límites infranqueables de protección a los objetivos y funciones esenciales del Estado, con leyes adjetivas que siempre pueden ser objeto de reformulaciones para adaptarlas a los tiempos y al surgimiento de nuevas prioridades.

Hay países que no se ocupan de refrendar constituciones pero el sentido de absoluto respeto a la legalidad se manifiesta impecablemente en tratados, decisiones judiciales, estatutos y convenciones parlamentarias. República Dominicana, en cambio, tiene una deuda de reformas, pero de actitudes y lealtades de la clase política hacia las leyes, códigos y los reglamentos anexados para que se les aplique como si estuvieran tallados en el duro e inquebrantable mármol, fuera del alcance de veleidades y omisiones en su cumplimiento, y no que solo se mire hacia las reglas en función de conveniencias particulares.

Sin permitir que se prolonguen en el tiempo leyes desfasadas que mantienen exiguas e infuncionales las infracciones y sanciones penales o niegan respeto a la dignidad y derechos de la mujer, que cuando de preservar obsolescencia es, siempre aparecen diligentes personajes. Aquí ha existido desde siempre, pero solo en teoría legal, la protección a los recursos naturales, y vayan a ver el estado en que se encuentran.

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