Con un escándalo de pistones, el herrumbroso autobús se aproximó a Jerusalén. Bajé solo y oprimido cerca del Monte de los Olivos. Con millones de lágrimas agarradas dentro de los ojos, permanecí inmóvil en medio de un sol extrañísimo que caía sin fuerza, como si fuese una blanca llovizna de luz.
No lloré, pero las lágrimas estaban como esperando algo y continuaron con esa presencia viva hasta que ascendí medio monte y llegué al santuario que conmemora la sagrada congoja por el destino de la ciudad que se ve abajo. Miré Jerusalén con sus murallas, sus siete puertas, sus cúpulas y su aroma eterno.
Me encontré caminado por esa ciudad, vieja ya cuando Jesús entró en ella aquel domingo en un burrito, porque en aquel tiempo hacía diecinueve siglos que el nombre de Jerusalén -bajo la forma de Urusalim- aparecía en documentos egipcios, y hacía diez siglos que el rey David tomó la ciudad y la convirtió en capital de Israel.
Abriéndome paso entre militares judíos y la muchedumbre hebrea, árabe y de cualquier parte, me encuentro súbitamente frente a un lugar que me absorbe. Un muchacho descalzo me dice que se trata de la tumba del rey David. Hay un apiñamiento de turistas desinteresados que vanamente se empeñan en interesarse y miran, moviendo las cabezas de izquierda a derecha, de arriba abajo.
Usando los hombros como llaves abro huecos y llego junto a un cenotafio cubierto con un colorido tapiz lleno de inscripciones hebraicas. El sitio, pequeño, asfixiante, tiene cientos de velas y lámparas encendidas, cuyo humo negruzco sube como las oscuras guedejas rizadas de un rabino. De salida, un cura español me informa que a los judíos “les dio por descubrir allí la tumba del rey David”, pero que saben muy bien que la verdadera se encuentra sobre el monte Ofel, donde forjó su reino. Quieren tener a David en el mismo lugar donde se efectuó la Última Cena, me dice. Es el piso bajo del Cenáculo.
Cruzando una especie de túnel y ascendiendo por una escalera de piedra blanca, se llega donde Jesús cenó por última vez con sus discípulos.
Hay gente revoloteando, pero algo sagrado impone respeto. La sala, ligeramente trapezoidal, tiene aspecto medieval. Las alfombras multicolores y resentidas por millones de pisadas, se combinan con el mihrab del muro sur, para darle un sentido religioso universalista. A un lado se ve la rampa de madera construida para que subiera el auto del bondadoso Juan XXIII cuando visitó el lugar con su ancianidad beatífica.
Doy vueltas por el salón mientras la luz se hace oblicua y los últimos visitantes desaparecen arrastrados por la voz de un cicerone. Permanezco allí intentando no ser visto mientras trato de imaginar cómo debió haber estado la mesa a la cual se sentó Jesús con sus discípulos; en qué lugar pudo haber estado Él exactamente. Camino en círculos, buscando con los sentidos, con un olfato desconocido, persiguiendo una radiación inexplicable, hasta caer de rodillas en un punto, con los ojos llenos de unas lágrimas que hacía rato estaban por salir. Tuve la certidumbre de que Jesús había pisado allí.
No sé cuánto tiempo permanecí arrodillado en la esquina de esa piedra caliza del piso que irradiaba un magnetismo inexplicable. En cierto momento la sensación cesó. Me incorporé atontado.
Un guardián muy entrado en años me había estado observando desde donde termina la escalera. Se acercó y, con cierto asombro, me contó que cuando el papa Juan llegó allí, había dado las mismas vueltas y caído de rodillas en el mismo lugar con lágrimas en los ojos. Lo refirió con antigua admiración serena, como corresponde a un anciano guía en una ciudad con milenios de sobrenaturalidad.