Lo mismo me podría ocurrir a mí

Lo mismo me podría ocurrir a mí

FABIO RAFAEL FIALLO
En nuestro artículo anterior sobre la Revolución de Abril nos referimos a un episodio de esa contienda que tiende a ser olvidado: el episodio de los familiares de militares de baja y mediana graduación de la base aérea de San Isidro que fueron tomados como rehenes por las fuerzas constitucionalistas, y exhibidos en la televisión controlada por estos últimos, a fin de disuadir a los militares de San Isidro de bombardear el puente Duarte o de tratar de tomarlo por las armas.

Añadimos que dejaríamos de lado toda consideración ética o jurídica (y sí que las hay), para concentrarnos en el beneficio político que el movimiento constitucionalista pudo haber obtenido de aquel incidente.

A este respecto, si ha de tomarse en consideración exclusivamente el impacto inmediato de esa decisión, se puede afirmar que la presencia de rehenes ante las cámaras de televisión ayudó por varios días a que los partidarios del regreso de Bosch conservaran el control del puente. En este sentido, el secuestro que aquí se menciona tuvo un efecto militar positivo, si bien de corta duración. Pero, a mediano y largo plazo, que es lo que en definitiva cuenta más, ¿Cuáles fueron las secuelas políticas de aquella decisión?

A fin de responder a la pregunta, imaginemos al dominicano que, en su hogar, tratando de comprender el curso de los acontecimientos antes de tomar partido, observa a los rehenes en el televisor. Niños, mujeres, personas de avanzada edad desfilan a lo largo del día en las pantallas del país. Todos son gente de origen humilde, «hijos de Machepa», pues proceden de Villa Francisca, Los Mina, Villa Duarte y otros barrios similares de la capital. Sus rostros taciturnos reflejan la angustia que los domina, su voz entrecortada no logra esconder la incertidumbre que los invade. El blanco y negro de la televisión de esos tiempos traduce con nitidez, e incluso llega a acentuar, el carácter sombrío de la situación. Los televidentes, que en esos momentos son centenares de millares, ¿podrían contemplar esas imágenes con frialdad, como si se tratara de un espectáculo de circo, sin identificarse con aquellos compatriotas instalados en el proscenio de la historia muy a su pesar? ¿Quién puede afirmar, siendo sincero consigo mismo, que muchos de esos telespectadores, probablemente la mayoría, no van a ponerse mentalmente en el lugar de los rehenes, apiadándose de la suerte de estos últimos? Sin osar, por supuesto, gritarlo a los cuatro vientos, pero si sintiéndolo en lo más secreto de su corazón, muchos de aquellos telespectadores se dijeron en esos momentos: «Lo mismo me podría ocurrir a mí».

Recordemos lo que Fidel Castro hacía en la Sierra Maestra con los militares batistianos apresados en combate: les tomaba las armas y luego los dejaba en libertad. Cuando se apoderaba de un pueblo o de una comarca rural, nunca tomó como rehenes a los parientes de batistianos que residían o se encontraban en el lugar. De esta forma, Castro reducía al mínimo el interés de sus adversarios en combatirlo, les limaba las garras por así decir, pues los mismos no veían por qué tener miedo, en el plano personal o familiar, de un avance de las fuerzas rebeldes cubanas. De haber actuado de manera diferente, como lo hicieron nuestros constitucionalistas en el caso que nos ocupa, ¿Hubiera podido Castro mantener y acrecentar la extraordinaria popularidad que le permitió finalmente vencer al régimen de Batista?

Imaginemos asimismo qué hubiera ocurrido a Hugo Chávez si en 1992, durante su abortada tentativa de golpe de Estado, hubiera tratado de protegerse tomando como rehenes algunos familiares de quienes lo combatían y lo tenían rodeado. ¿Hubiera en ese caso podido aumentar ulteriormente su popularidad, como lo hizo, hasta el punto de ganar años más tarde las elecciones presidenciales?

Volvamos a los rehenes de la televisión dominicana. Hay quienes han tratado retrospectivamente de restarle importancia al fenómeno. Se ha dicho, con razón, que no existen pruebas escritas o visuales de que los rehenes fuesen trasladados efectivamente a las cercanías del puente Duarte. Se trató por tanto, se añade, de una simple maniobra de intimidación en contra de la base aérea de San Isidro, sin que corriesen un solo instante peligro las vidas de los rehenes. En realidad, sus vidas corrían peligro incluso mientras permanecían detenidos en los locales de la televisión nacional, pues la aviación hostil a los constitucionalistas disparaba en dirección del edificio de la televisión. Prueba de ello es que el día 27, una bomba lanzada por un avión de la base de San Isidro llegó a silenciar la estación de radiotelevisión, lo que impidió la difusión de un discurso que debía pronunciar el presidente en funciones de los constitucionalistas, Dr. Rafael Molina Ureña (véase el Listín Diario del 28 de abril del 1965, p.1). Además, como hice recalcar en el artículo precedente, el simple hecho de mantener seres humanos detenidos, sin que éstos hayan cometido ningún delito, sólo para ser utilizados como rehenes, es un atentado a la dignidad humana y una violación flagrante de la Carta Internacional de los Derechos Humanos.

Valga precisar que los militares hostiles a los constitucionalistas no se quedaron rezagados en la comisión de actos repudiables. Hay mucho que decir y condenar de aquel lado también. Pero el objeto de este artículo no consiste en comparar las vejaciones perpetradas por los unos y los otros ni determinar cuál de los dos grupos beligerantes cometió las peores injusticias, sino en poner de relieve el impacto negativo que aquel cuadro de los rehenes exhibidos en la televisión por las fuerzas constitucionalistas pudo haber tenido en la opinión pública y por ende en el resultado de las elecciones celebradas unos meses después de la contienda de abril.

Es cierto, por otra parte, que el incidente de los rehenes tuvo lugar en los primeros días de la contienda, cuando la jerarquía constitucionalista ejercía un control precario de los actos de ese movimiento. Pero es difícil imaginar, aun en esas circunstancias, que la exhibición recurrente de esposas, hijos y padres de soldados de la base de San Isidro haya podido efectuarse sin la aprobación, tácita e incluso explícita, de aquella jerarquía. Y el hecho de que no hubiese surgido un solo dirigente constitucionalista con la lucidez necesaria para captar las consecuencias negativas de ese espectáculo en términos de imagen, y con el peso político para impedir el mismo, ese simple hecho, repito, deja traslucir claramente la escala de valores (con sus prioridades y también sus carencias) que imperaba en el subconsciente del liderazgo constitucionalista).

Resulta extraño que el incidente de los rehenes haya caído en el olvido, como si no tuviese ninguna importancia, o más bien, como si se intentase ocultarlo inconscientemente. Esta, recordemos, es una característica típica de a lo que en el psicoanálisis freudiano se da el nombre de «actos fallidos», es decir, pifias o errores que no sabemos por qué lo cometimos y a los que tratamos a posteriori de restarles importancia.

Es por ello, porque mostraba indirectamente, y al mismo tiempo involuntariamente, como por descuido, aquella escala de valores, por lo que el espectáculo televisado de los rehenes puede ser considerado, desde la perspectiva del psicoanálisis freudiano de que hablamos anteriormente, como un acto fallido.

Ese acto fallido del liderazgo constitucionalista, esa pifia pues, no dejaría de tener consecuencias sobre el futuro de aquel movimiento. ¿Quién puede en efecto afirmar hoy que el recuerdo subliminal de los rehenes, desfilando temerosos ante las cámaras de televisión, no contribuyó a determinar o modificar las simpatías y preferencias políticas de los miles y miles de dominicanos que contemplaron desde sus hogares tan deprimente espectáculo? ¿Cuántos miles de compatriotas, llegado el momento de votar en 1966, lo hicieron influenciados, consciente o inconscientemente, por el recuerdo de ese episodio y decidieron, a veces muy a su pesar, ofrecer su voto a un político de pasado turbio como Joaquín Balaguer y no al candidato apoyado por quienes cometieron o toleraron aquel odioso incidente, es decir Juan Bosch?

Ahondaremos más tarde en el incidente de los rehenes a fin de elucidar plenamente sus implicaciones políticas. Mientras tanto, en los dos artículos próximos, nos referiremos a otro incidente que puede igualmente ser considerado como un «acto fallido» revelador de la escala de valores que guiaba al movimiento constitucionalista en esos escarpados momentos del año 1965. Este otro acto fallido tiene que ver con la reacción, o más bien falta de reacción, del liderazgo constitucionalista ante el asesinato del luchador antitrujillista Angel Severo Cabral.

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