Nadie que no sepa quién es, no puede saber a dónde dirigirse, ni puede siquiera ponerse de acuerdo consigo mismo. Si un problema importante tiene el hombre es el de vivir y manejarse con un concepto falso de su propia identidad. Solemos ufanarnos de una identidad que poco tiene de propia, que hemos adquirido, casi al azar, con “inputs”, insumos colectados, pedazos de espejos rotos (Borges), retazos de herencias culturales “criollas” con imprimaciones de culturas foráneas y globalizadas, posmodernistas, penosamente organizadas en nuestras personalidades. Pero lo mismo ocurre con otras naciones carentes, la mayoría, de proyectos nacionales válidos, es decir, que reflejen un sentir nacional, en base a una identidad colectiva tradicionalmente definida y aceptada. No nos referimos a una identidad chauvinista, repelente de todo pluralismo cultural, del libre albedrío o de la democracia. Pero los Estados están obligados, y los individuos por igual, a “basamentarse” en una concepción correcta o consensuada de sí mismos. El problema fundamental resulta ser el de no poseer siquiera un concepto claro de qué cosa es la identidad, individual y colectiva.
Lo segundo, que dada una identidad determinada, debe establecerse cuál debe ser el proyecto de vida y de participación, de estabilización y desarrollo, y luego lo demás.
Hay conceptos errados e infuncionales sobre la identidad, que a la larga no conducen a meta colectiva ni individual alguna. Hay conceptos “culturalistas”, tradicionalistas, pesimistas, deterministas, nostálgicos o sentimentales. Mayormente tomados del folclore y la cultura popular y, en muchos casos, de autoridades del intelecto; por ejemplo, se cita a Borges: «Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos».
Esta frase describe una concepción errónea sobre la identidad según la cual una persona es su herencia cultural, ancestral, el conjunto de lo vivido. La conocida versión de Ortega y Gasset es de más bien mismo tipo: “El hombre es él y sus circunstancias”; la cual tiene una enorme connotación de lo presente, del aquí y del ahora, sin el énfasis de Borges en lo que nos viene desde el pasado. El concepto de identidad proveniente del marxismo coloca el énfasis en la condición de pertenencia a una clase social que determina la identidad y el accionar, con la gran virtud de que la condición de existencia e identidad de clase está inscrita en un proyecto-hacia-futuro: la sociedad sin clases y el Estado socialista. Contrariamente, el capitalismo globalizado, de manera no explícita, promueve la identidad individual como la de “un gran consumidor” cuyo destino es incierto, solo es idéntico a sí mismo, es decir a nadie, un ego solitario alienado del conjunto al cual el Estado de Bienestar se encargará de pen- sionarlo y oportunamente enterrarlo. Cualquiera de esas formulaciones es alienante, pues concibe al ser humano como un ser carente de rumbo y propósito personal y comunitario; simultáneamente. Estas concepciones de la “identidad-hacia-el-pasado” son mayormente una gran pérdida de tiempo y perspectiva. Las herencias históricas y culturales tienen valor solamente como insumos para la construcción del presente-futuro. (Continúa).