Lo que concierne al Presidente y su gabinete

Lo que concierne al Presidente y su gabinete

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
No veo yo la hora en que el Presidente de la República Dominicana pueda dedicar todo su tiempo a pensar y decidir asuntos concernientes al Estado.

Me refiero a que su preocupación y ocupación se muevan a altura de Estado, de conveniencias nacionales a largo plazo, que vuelan alto sobre las transitoriedades del inmediatismo político, sobre todo recientemente, cuando las voracidades se apresuran y agigantan entre los políticos.

Me entristece y preocupa que el Presidente de la República deba intervenir en todo, desde la eliminación de una laguna inmunda que tortura a los vecinos de una avenida tan importante como la Núñez de Cáceres, hasta la rehabilitación de diecisiete hospitales y la construcción de una ciudad Sanitaria en la provincia de Santo Domingo.

Ciertamente, cuando el país era mucho más pequeño en habitantes -en verdad una gran aldea con blasones históricos de primacía en el continente porque aquí empezó América- se podía comprender que un gobernante como Rafael Leonidas Trujillo interviniese eficazmente en todo el acontecer nacional, eficazmente enterado a los albores de cada día, de cuanto acontecía en provincias importantes y hasta en pequeñas comunidades. A él se le informaba de las infidelidades matrimoniales y hasta de los hábitos de personajes relevantes de insignificantes poblados remotos.

A él le divertía el chisme y estaba en condiciones utilizarlo.

Entonces, manejador de lo grande y lo pequeño, podía intervenir en todo, y un alto militar podía recibir un agrio regaño por un bache en la ruta a la Base Aérea de San Isidro o un alto funcionario del gobierno podía «caer en desgracia» por cualquier descuido involuntario y ocasional.

Esos tiempos pasaron, pero Joaquín Balaguer, un sabio hombre de Estado, no pudo superar el encanto de esa espléndida magnificencia decisoria y, durante largos períodos en la Presidencia, acogió la práctica de intervenir en todo. Ya la traía en tiempos en que era Secretario de Educación. Cuando aún la Secretaría de Educación estaba instalada en la calle Mercedes, en un edificio cercano a la Iglesia de La Altagracia, siendo yo un joven, mi padre me encargó llevarle a Balaguer un ejemplar de la revista «Cosmopolita, que papá editaba, escribía y dibujaba. Balaguer estaba interesado en una edición ya agotada. Llegué a su despacho. Entonces Balaguer, Secretario de Educación, recibía, de pie ante su escritorio, a los maestros y pequeños funcionarios que tenían algo que comunicarle o denunciar.

Me invitó -no sé por cuál razón- a permanecer un rato a su lado, tras el escritorio. Se trataba de una cola impresionante de ansiosos provincianos.

Balaguer escuchaba atentamente las quejas y remitía a los denunciantes a diversos departamentos, a los cuales impartía órdenes precisas. Llegó una mujer entrada en años, pero corpulenta y voluptuosa, acompañada por una joven de algunos veinte años, curvilínea, con generoso descote e insinuante postura, macisa e impactante.

Balaguer, imperturbable, le preguntó en qué podía servirla. La doña, con fuerte acento rural, denunció que el síndico de su poblado quería «tirarse» ese «bombón» y que amenazaba con hacerla cancelar tras largos años de labor magisterial, si no permitía que él tuviera intimidad con su hija.

Balaguer escuchó cortésmente la denuncia y dijo:

– Eso no se puede aceptar, hable con el Oficial Mayor de la Secretaría, el señor Báez Vargas, que él recibirá mis instrucciones hoy mismo.

Pero la exponente no estaba conforme.

– ¡Pero mire, Doctor, mire el material…eso no es para un boca’e puerco como el síndico…ese es un material para usted!.

– Muchas gracias -dijo Balaguer con su sonrisa enigmática e indescifrable, que recuerdo perfectamente por el impacto de la escena. Entonces la despidió. Cortésmente.

– Cosas así pasan a cada rato – me dijo.

Pero aquel Secretario de Educación, luego Presidente interminable, continuó su control de todo. Decidía lo grande y lo pequeño.

La tradición presidencial continuó.

Aún veo, con pesar, que todas las decisiones -salvo unas pocas, para justificar la teoría de las excepciones- dependen del Jefe del Estado.

No estoy diciendo que a Fernández le agrade ser quien lo decida todo.

No lo sé.

Tal vez le moleste y razones de política inmediatista lo obliguen a aceptar y transigir con ineficiencias e irresponsabilidades.

Uno no sabe nada hasta que está arriba.

Por lo menos yo creo como muchos buenos dominicanos, que el camino está en la delegación responsable de un gabinete capaz de jugarse el puesto al decidir lo que hay que decidir, sin envolver en ello al Presiente.

Sé de casos: Euclides Gutiérrez Félix, Ligia Amada Melo y Franklin Almeyda.

Eficiencia y valentía.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas