Lo que dejarás en Santo Domingo

Lo que dejarás en Santo Domingo

POR MIGUEL D. MENA
El momento más pesado es aquel cuando entregas aquél último papelito en Migración y doblas a un Duty Free donde no comprarás nada y donde el vértigo será peor.

Alguien muy adorado estará en ese momento doblando por las Américas, tan triste como tú, tan desolado como tú, o quién sabe.

Ya te habrás tomado la última cerveza, no tan fría como lo esperabas, pero a veces el deseo domina la realidad y cualquier saber que te remita a la esquina de tu casa o a la musiquita que no deja, después de todo consuela.

En Santo Domingo dejarás muchos cafés a la seis de la tarde, el mejor ungüento de la vida si es que la brisita de algún patio te acompaña, si son las palabras «en dominicano» las que acurrucan alguna sensación de estar girando y mareándote.

En Santo Domingo dejarás un sabor salado por el malecón si es que te atreviste a pasear, si es que los pasos te dieron para llegar a ese mar con el que somos tan ingratos, porque sólo lo vemos camino a la Feria, porque nunca pudimos reponernos de la idea de que por esas aguas sólo entraban piratas, huracanes, idas, nada bueno, sólo la chispitas de aquella playa de Guibia que durante siglos fue la alegría y luego el vertedero de una ciudad que reviente porque no conoce sus intestinos.

En Santo Domingo dejaste a José y a Raquelita resistiéndose a complacerme con Pink Floyd y con «The Dark Side of the Moon» porque la vida recomienda a esas horas algo más suave, para que la bajada de la Churchill sea más agradable, algo más Chica de Ipanema o Más que nada, pero igual, Raquelita y José me complacerán además con cosas inaudibles como «Starway to heaven» de Zeppelín porque no siempre se despierta uno con el pie indebido.

En Santo Domingo dejaste a medio mundo bajando y subiendo por todas partes, gente hablando por los celulares, apuntando por décimoquinta vez tus datos para llamarte, algún periodista avispado que estuvo o estará por Madrid y que se sorprenderá de la manera de ser de los europeos, cierto pichón de premio nobel literario con su corbata descompuesta y restos de mofongo mix en el saco también descompuesto, poetas que no resistirán la sordidez pero que tampoco leerán a Pessoa y peor poetas que no dejarán de escribir, funcionarias más pendientes de aprenderse el nombre rarisísimo de la crema en la recepción tal que de la resolución del problema tal cual.

En Santo Domingo dejaste a un ejército de comentadores radiales gritando más que un cristiano arrepentido de esos con bocina en El Conde con Meriño y haciéndose entender con las palabras más cortadas del mundo en un mundo que sólo en pedacitos será comprensible, el nuestro, el dominicanísimo.

En Santo Domingo no dejaste a «Redemption Song» en ninguna emisora, ni a Peter Frampton con «Baby, I love your way» a pesar de lo amelcochado.

En Santo Domingo dejaste a cada quien con su musiquita puesta, porque el mundo será eso, amigos-canciones, mundo-vellonera, el calor o el frío o los amores o la soledad como los grandes dedos ponchando la tecla y dejando que la Virgen reparta suerte.

En Santo Domingo dejaste una vellonera que previamente habías preparado con cien pesos en monedas de 25 y «Celdas» de Enanitos Verdes, y el mundo reventando porque cómo será posible que donde Paco’s se oiga más de una vez la misma música aunque más de una vez, millones de veces, pasará toda la tristeza, la algarabía, el absurdo, lo abyecto, lo amable, lo solaz, por esa Palo Hincado esquina Conde.

En Santo Domingo dejaste tu colección de sellos, la invitación de alguna prima para el cumpleaños de la sobrina, alguien que no bajó nunca de Moca ni de Manabao.

En Santo Domingo dejaste a Tony Capellán encaramado en su torre vigía, a Belkys Ramírez sacándole un pedazo de divinidad a la madera, a los colores o preparando uno de sus abrazos, de los más dulces que se pueden sentir en la Isla.

En Santo Domingo dejaste a Jorge Pineda buscando algo bueno entre sus dvd’s, a Pascal más rápido que un lince por el Conde, a Tony de Moya más lento pero esfumado por igual, a Goico y su convicción de que no es lo mismo pintar en el Conde que en la Mella, reflexión spinoziana hasta más no poder, aunque él no lo sospeche.

En Santo Domingo dejé a los nuevos intelectuales en el Café Cinema, a los resacados del 68 en el Bar de María, a Carlos Castro como profeta de tribus desaparecidas.

En Santo Domingo dejé a mis seres más queridos sacando fotocopias en CopyMarca.

En Santo Domingo dejaste a ese niño inmenso que es y será Rodriguesoriano, su tono de voz en mi-sostenido, su Constanza a cuesta, de sus cronopios ni hablar, que mejor a veces tener enemigos.

En Santo Domingo dejé las cien canciones y el millón de recuerdos, la canción 87 que nunca oí ni oiré, porque mejor el convencimiento de que antes el sueño que la constatación de que esta ciudad concluye después de la canción número 100.

En Santo Domingo dejaste a la princesa que ahora vive en Bologna pero que todavía piensas estará en su balcón rosado, porque a veces serán más saludable las burbujas que le siguen al agua rompiente que esta realidad de algodón, de aeropuerto que vendrá, de migración por la que habrás de atravesar para darte cuenta que estarás saliendo de aquello para volver a lo mismo, porque siempre estarás en Santo Domingo, como el ciudadano Kavafis, nunca dejarás la ciudad, ella nunca te dejará a ti.

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