Lo que el viento se llevó

Lo que el viento se llevó

Una de las tantas enseñanzas recibidas de un prestigioso periodista de este diario fue que los artículos de opinión deben siempre llevar, como el alacrán, el veneno en la cola. Esta fue la imagen con la que el experimentado comunicador me transmitió la importancia de reservar las contundentes conclusiones para el final del texto.

Fue una magnífica lección a la que siempre me obligo porque, además, lo que más recuerda el lector es lo que lee de último.

Inadvertidamente, mi artículo del pasado lunes fue mutilado por los misteriosos ritos de la tecnología moderna. Mis conclusiones se fueron en banda para nunca llegar a las páginas del periódico impreso ni a las de su edición digital. Imagino a algunos lectores que deben haberse quedado en el aire, como yo, cuando leyeron un artículo vacío de conclusiones. Desgraciadamente, lo que los hubiera aterrizado fue víctima del bisturí del editor de la víspera de la publicación, que era domingo, día de asueto para otros.

Como el tema que trataba entonces era sobre el predominio de la mentira que abunda entre los funcionarios gubernamentales, Síndrome de Pinocho le llamé, quedó fuera del texto la denuncia sobre la dura lucha que hay que sostener en los tribunales para que los organismos estatales entreguen documentos que debían ser de libre acceso para la ciudadanía. Hablaba de las demoras con chicanas legales que se produjeron cuando se pidieron datos específicos a los constructores del tren urbano llamado Metro. Se lanzaron a la falacia abierta del “¡Y a mí qué!” ganar tiempo y preparar planos y documentos hechos a la medida para esconder la recurrente mentira. Decía también que, ahora, Euclides Gutiérrez quisiera imitar a Diandino Peña cuando muchos le piden transparencia. Por el contrario, se pone a tirar piedras olvidando que su techo es más frágil que el cristal de Venecia.

La cirugía del editor impidió conocer que, luego de conocidos los datos oficiales, los resultados dados a conocer en cada uno de estos casos de dudoso manejo de los fondos han sido peores que todas las denuncias que se hicieron con anterioridad. En otras palabras, las sospechas de falta de transparencia y de pulcritud en el manejo de los dineros del pueblo siempre han sido tenues en comparación con las demoradas confesiones gubernamentales. Por ejemplo, los datos de usuarios servidos por el Metro luego del despilfarro y de contraer compromisos por más de mil quinientos millones de dólares multiplican en mucho los supuestos de quienes siempre dijimos que esa obra no resolvería ni el cinco por ciento del problema del transporte. En realidad el Metro sirve diariamente a sólo veinticinco mil personas, en ida y vuelta, de los tres millones de ciudadanos que se mueven en la capital dominicana diariamente. Nos equivocamos de calle con nuestra predicción. Los usuarios no llegan a ser ni siquiera el uno por ciento de la población. En realidad es el 0.833 por ciento, una persona por cada 120 que se mueven en el área metropolitana. No en balde el misterio y la engañifa establecida en torno a ese tren urbano, el cual se construyó contra la opinión de todas las personas e instituciones sensatas del país. Y ahora con una inmensa campaña de publicidad tratan de esconder su perfidia.

Concluía la semana pasada diciendo: “Así, el Síndrome Pinocho ha llegado a convertirse en política oficial y en norma de todo funcionario que fuera cuestionado por su desempeño. Tengo la esperanza de que pudiera haber un punto de encuentro entre la real verdad y la mentira inventada por los políticos. Los quejosos podríamos hasta llegar a un acuerdo con esos Pinochos: si ellos dejaran de hablar tantas mentiras, nosotros podríamos dejar de denunciar las verdades que los evidencian.”

Así terminaba mi artículo del pasado lunes 14 de septiembre de 2009, y así concluyo este, lamentando la mala suerte que me hizo consumir el doble del espacio necesario para expresar una sola idea: la de cómo la mentira se ha convertido en política oficial del gobierno.

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