Lo vulgar y la libertad de expresión

Lo vulgar y la libertad de expresión

POR M. DARÍO CONTRERAS
A raíz de la apertura que trajo consigo la revolución tecnológica y cultural de las comunicaciones, especialmente después de la década de 1960, que en los Estados Unidos se reflejó como protestas por la guerra de Vietnam y por la rebeldía de los estudiantes universitarios hacia los valores tradicionales sustentados por la sociedad occidental, que en España se vino a reflejar después de la muerte de Francisco Franco en 1975, se ha ido conformando un quehacer periodístico en que las expresiones e imágenes prácticamente no discriminan entre la vulgaridad y lo que es lícito y apropiado escuchar y ver: todo en aras de la “libertad de expresión”. Así, los que ejercen el periodismo se han revestido de un manto de impunidad que los coloca prácticamente fuera de todo control social, donde todo se puede decir y enseñar, pero cuidado con tocar el “sagrado derecho” de informar y ser informado de los que ejercen el periodismo.

Hay un viejo refrán que dice que la cadena es tan fuerte como su eslabón más débil. En una sociedad, por igual, los lazos culturales que unen a sus miembros son tan nobles como los que se inculcan a los que forman la gran masa de la población. El periodismo, a mi modo de ver, tiene una responsabilidad en orientar y elevar el dialogo social que se ejerce a través de los medios de comunicación. Si lo que hacemos es apelar al lenguaje y a los símbolos del hombre inculto y mal hablado, aunque estas prácticas se hayan esparcido entre la juventud por asunto de moda y/o inconformidad, estamos estimulando la mediocridad y el morbo que se anida en la parte más baja del alma humana.

Debemos reconocer que en ocasiones todos utilizamos expresiones desagradables o hirientes por motivo de falta de auto control y, en algunos casos, “justificadamente” para lidiar con una situación que requiere ser revestida de un carácter que sólo las “malas palabras” pueden conllevar el verdadero significado dramático de lo que pretendemos exteriorizar o enmendar. Pero otra cosa es despacharse ante un micrófono o pantalla chica con expresiones o imágenes que nos ofenderían si las mismas fueran hechas en la presencia de nuestras madres, esposas, hermanas o hijas.

El periodismo sin duda ha avanzado muchísimo desde la época de la dictadura trujillista; por lo menos en revelar lo que transpira en nuestra sociedad y en el mundo. Mención especial debe hacerse de los programas radiales y televisivos que interactúan con los oyentes sobre temas de palpitante actualidad, fortaleciendo de esta manera nuestro sistema democrático. Hoy día cualquier ciudadano puede expresar su modo de pensar y sentir sobre cualquier tema que se le antoje, amén de las denuncias sobre actos de injusticia, corrupción, abusos o deficientes servicios públicos proporcionados por los gobiernos de turno. Estos programas le han dado contenido real a lo que hoy llamamos democracia participativa, en lugar de la electorera.

Nos parece que en la nueva modificación que se considera de la Ley sobre Expresión y Difusión del Pensamiento, los comunicadores deben discutir ampliamente sobre esta tendencia hacia la vulgaridad que afecta nuestra sociedad y de que manera se puede mejorar la calidad de lo que se ofrece por nuestros medios de comunicación. Conectado a la vulgaridad se encuentra el tema de la violencia y de la falta de civilidad, pues estos parecen reforzarse el uno con el otro. ¿Será factible depender únicamente de la autocensura para corregir las violaciones que se comenten en nombre de la libertad de expresión? Debemos admitir que el sensacionalismo vende y que los medios de comunicación son negocios. Creemos, sin embargo, que aunque estos últimos se han concentrado en las manos de poderosos grupos económicos, esto puede ser una bendición, así como una maldición. Será una bendición en la medida que los directores de estos medios sean verdaderos profesionales con independencia de criterios y que los dueños entiendan su participación en las comunicaciones como un servicio para enaltecer la comunidad que los cobija, más que una simple fuente para producir mayor riqueza material.

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