El presidente Danilo Medina se ha enfrascado en un loable esfuerzo por formular un proyecto de Ley de Naturalización, coherente con la sentencia 168/13 del Tribunal Constitucional que determina a quién corresponde la nacionalidad dominicana, respetuosa de los inalienables derechos individuales y sujeto a los tratados internacionales suscritos por el país en materia migratoria.
Al primer mandatario se le ha visto abandonar la poltrona palaciega y salir a recabar el consenso de aquellos a quienes ha considerado portavoces de la clase política, empresarial, sociedad civil, eclesiástica y protestante. Pero encara un serio desafío.
Ante todo, Medina debe tener en cuenta a la hora de enviar el proyecto de marras al Congreso, que está actuando para la posteridad, y que la naturalización es un acto soberano y discrecional del poder público por el que una persona adquirirá la cualidad de nacional del Estado que el mandatario representa; es decir, la nacionalidad dominicana, porque la naturalización consiste en la adquisición de una nacionalidad distinta de la originaria.
Al naturalizarse, el extranjero adquiere los mismos derechos de los dominicanos, y puede vivir en territorio dominicano como si fuese natural de él, beneficiándose de la dominicanidad esa persona y sus descendientes directos de generación en generación.
La naturalización puede ser individual o colectiva (por motivos políticos, anexión, caso de Crimea, o por razones familiares, el matrimonio o la patria potestad), y puede tener lugar por una doble vía: por concesión graciosa del Jefe del Estado, mediante decreto; a esta modalidad se le llama por “carta de naturaleza”, y por autorización reglamentada, cuando el interesado debe cumplir determinados requisitos, reservándose el Estado la decisión final; a este grupo corresponde la naturalización por residencia.
Se trata de un proyecto capaz de preservar la nacionalidad dominicana, modificarla o destruirla.