Locos y cuerdos: misterio doble

Locos y cuerdos: misterio doble

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Siendo estudiante de bachillerato conocí a un loco de remate que vivía recluido en el patio de su casa. Cada cierto tiempo el loco tomaba un largo baño, se afeitaba y permitía que le recortaran los cabellos. Entonces se vestía con ropa limpia, planchada cuidadosamente. Era el día de salir a la calle. Su familia le exhortaba: “a irse a caminar por ahí, a disfrutar del sol de la mañana, a dar vueltas a la manzana”. Creo que este loco tuvo muy pocos accesos de violencia. Y pienso que cuando los tuvo la culpa debe recaer sobre los médicos que le importunaron, le asediaron y violentaron. ¿Quién no ha sufrido alguna vez en su vida un ataque de cólera? Ni locos ni cuerdos logran librarse de la ira.

Desde el primer momento sentí viva simpatía por ese loco manso, sonriente, de buenas maneras, respetuoso. Le recuerdo parado en una esquina de la ciudad colonial de Santo Domingo –Hostos con calle El Conde– un día de verano en que soplaba fuerte viento. El loco giró en redondo y permaneció un buen rato haciendo círculos, como si estuviese mareado. Pregunté: ¿Qué te pasa? Contestó: “he cogido vueltas por seguir el hilo de la brisa”. Fue ese el comienzo de una duradera amistad. Tal vez percibió una nota común entre su carácter y el mío. La parte cuerda de su personalidad quizás contenía elementos compatibles con la parte loca de mi temperamento. O al revés, mi parte cuerda conectaba perfectamente con el tipo específico de locura que él padecía.

Lo cierto es que conversábamos a menudo. El sabía que estaba loco y también sabia que yo era cuerdo, por lo cual procedía con gran mesura y tolerancia. Tenía en claro que había cosas básicas que yo no podría comprender bien, precisamente, por no estar loco. Como es evidente, los locos ven cosas que los cuerdos no pueden ver. Sus palabras denotaban siempre la “condescendencia” que da la comprensión profunda. A mi vez, creía que era correcto ser considerado con un loco y no irritarle innecesariamente. Por eso nuestras relaciones fueron armoniosas, constructivas; yo diría que “fecundas”, mutuamente benéficas.

Mi amigo loco escribía poemas. (Algunos tan bellos como los de André Breton). Leía los versos abriendo los ojos desmesuradamente, con alzas y bajas en los tonos de voz; al terminar la lectura movía el brazo derecho como un director de orquesta que concluye una obertura. Entre el loco y yo se estableció una suerte de “recóndita armonía”. Repito que no sé sí por el lado de la cordura o por el de la demencia. Quiero decir de la cordura residual de mi amigo y de la locura potencial que todos llevamos en el corazón. Era posible olvidar que se trataba de un loco, a no ser por las “señales” de unas breves sonrisas estáticas que dejaban ver el mal estado de su dentadura.

Gracias a Dios la lengua española dispone de los verbos ser y estar; no es lo mismo ser loco que estar loco. Además, tenemos el verbo haber, que nos permite decir: “nadie puede evitar que haya locura en el mundo”. ¡Tiene que haberla! No hay dudas de que existe la locura. Lo dudoso es que un hombre sea loco del mismo modo que es mamífero, bípedo, parlante. Si un hombre está loco esa situación es parecida a la de una mujer embarazada que, desde luego, deja de estarlo tan pronto se produce el alumbramiento de la criatura. Estar loco puede, por tanto, ser un estado transitorio, prolongado o definitivo, pero nunca una condición ontológica. Y ahí entran las preguntas azorantes: ¿existen las enfermedades mentales de la misma manera que existen enfermedades infecciosas como la tuberculosis o la peste bubónica?

El doctor Thomas Szasz es un médico psiquiatra húngaro, nacido en Budapest, creador de la doctrina que llaman antipsiquiatria. Este hombre emigró a los Estados Unidos cuando Austria fue invadida por los alemanes en 1938. Nos dice Szasz que toda “enfermedad es una alteración de las funciones del cuerpo”; pero que “la mente no forma parte del cuerpo”.  Los ojos ven paisajes que, obviamente, no son parte de los ojos. Los mismos ojos que ven un paisaje luego ven otro y, más tarde, si se cerraran, no verían ninguno. Las imágenes que el ojo transmite al cerebro no forman parte del globo ocular ni de los nervios craneales. Opina este médico que a los locos se les reprime con “encierros, camisas de fuerza, electroshocks, lobotomías, embrutecimientos químicos”. Los psiquiatras han sustituido a los inquisidores de la contrarreforma. A menudo actúan como si fuesen exorcistas. Algunos psiquiatras cumplen un papel protagónico a la hora de impartir justicia en los EUA. A ellos preguntan los jueces: “¿el reo es responsable de sus actos o no; se hace cargo de la realidad circundante o no lo hace?”. De ello depende que un sujeto sea declarado culpable o inocente. En la antigua Unión Soviética los “dirigentes del Partido” manipulaban políticamente a los hombres de ciencia; utilizaban dictámenes psiquiátricos para conducir hombres a las prisiones o al sanatorio, con el pretexto de que sufrían “enfermedades mentales”. En el pasado remoto la locura se interpretaba como “posesión demoníaca”; en épocas más recientes se la consideraba un trastorno “genético y químico”. La asombrosa conclusión Szasz es: “nada, según el conocimiento actual del cerebro, permite explicar nuestras elecciones. El libre albedrío no es un fenómeno químico o eléctrico. Es imposible leer nuestros pensamientos en el cerebro. Si bien es exacto que ciertos pensamientos desencadenan ciertas reacciones químicas, la causa de la reacción es el pensamiento libre”. Mi buen amigo loco no parecía estar “enajenado”, esto es, atrapado por algo distinto de su propia persona. ¿Por qué había perdido el juicio?

henriquezcaolo@hotmail.com

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