Lógica de lo absurdo

Lógica de lo absurdo

FABIO RAFAEL FIALLO
En un artículo precedente a propósito de mi libro «Final de ensueño en Santo Domingo», decía que la antigua clase media ilustrada de nuestro país – de la que yo provengo – desapareció en el momento preciso en que ella hubiera podido desempeñar un papel de primer plano en la renovación política y cultural de la República Dominicana, es decir, a raíz del ajusticiamiento del tirano Rafael Trujillo.

Añadía que, como tantos otros de mis compatriotas en aquel entonces, atribuí dicha desaparición a una supuesta ley inexorable de la Historia, que no pudo sino dictar la sentencia de muerte de ese grupo social debido al carácter presuntamente arcaico de los valores del mismo.

Proseguía diciendo que, al ver cómo la República Dominicana caía vertiginosamente bajo el imperio del dinero y de la corrupción, no tardé en pensar que si en verdad fue esa Historia la que condenó a muerte a aquella clase media, sus principios y valores, pues bien, la Historia quizás se equivocó. Fue así, a través de mis dudas acerca de lo bien dudando del curso de la Historia, como el espíritu de la antigua clase media dominicana empezó a llamar a la puerta de mi pensamiento, pidiéndome corregir la imagen que de ella presentaban sus detractores. No obstante, yo permanecía sordo a esas súplicas que llegaban hasta mi conciencia.

Los clamores no cesaban a pesar de mis rechazos. Se hicieron particularmente insistentes a finales del siglo XX. Esa fue la época en que la confianza en el curso de la Historia perdió mucho de su aura. El Muro de Berlín acabó pro ser derribado, y con ello volaron en pedazos las certidumbres de nuestros sociólogos y políticos marxizantes, los mismos que habían vilipendiado a la rancia clase media dominicana, acusándola de anacrónica, de estar imbuida de un arrogante espíritu de casta, de ser fuente de contrarrevolucinarias desviaciones. Después de colapso del Muro, a esos sociólogos y políticos no les quedó autoridad intelectual para pretender juzgar, en términos científicos, un grupo social cualquiera. ¿Acaso no habían anunciado, abierta o disimuladamente, que el socialismo correspondía al futuro de la humanidad, llegando algunos de ellos a pensar que el comunismo sería la culminación de la Historia? Se veían ahora refutados por esa misma Historia que ellos habían erigido en árbitro supremo de sus orientaciones. Y si sus vaticinios acerca del devenir del mundo en general resultaron errados, ¿por qué no lo serían también los ataques que ellos habían lanzado en contra de la clase media ilustrada de mi país?

La fe en la Historia, la idea que la evolución de la humanidad es sinónimo de progreso, tampoco ha quedado ilesa del lado del capitalismo vencedor. Es cierto que éste permanece en pie, que ningún sistema económico alternativo viene a cerrarle el paso, a competir con él. Pero no por ello el capitalismo muestra menos sus limitaciones, taras y perversiones. Este capitalismo no sale en efecto de una crisis, multiplica las desigualdades, destruye el equilibrio ecológico, marchita la diversidad cultural y, lo que no es menos grave, transforma al hombre en un simple artefacto de producción y consumo, royendo día tras día lo poco que nos queda de tiempo y energía disponibles para preocupaciones y actividades no económicas, trascendentes. Que el capitalismo a ultranza sepa producir cada vez más objetos y servicios e incite al consumo sin cesar, nadie podrá ponerlo en duda; pero lejos está él de permitir la erradicación de la indigencia o de procurar la expansión existencial, la realización personal. ¿Sobre qué base puede argüirse entonces que lo que él deja a su paso arrollador constituye un progreso social? ¿Qué autoridad tiene ese capitalismo triunfante para pretender que la mentalidad que él infunde y disemina es superior a la de una difunta clase media que prefería el espíritu de persimonia a la búsqueda desenfrenada de riqueza material, que anteponía la sabiduría filosófica al frenesí consumista, y el deber cívico a los espurios intereses mercantiles?

La única lógica que la Historia parece respetar es la lógica de lo absurdo. Tomemos el caso de la religiosidad. A mediados del siglo que acaba de terminar, el intelectual francés André Malraux predecía que nuestro siglo XXI sería forzosamente religioso. A decir verdad, argumentos no faltaban para formular semejante vaticinio: ante la vorágine materialista que reinaba ya en la época de Malraux, no era insensato pensar que la humanidad habría de sentir un día la necesidad de dar nueva vigencia a lo espiritual. Ahora bien, ¿quién le hubiera dicho a Malraux que la sed de espiritualidad, la propensión al misticismo, sería capitalizada por el fanatismo para reencarnarse en un nuevo avatar? Y sin embargo, esto es lo que ha ocurrido. El nazismo y el comunismo ya no son capaces de desencadenar pasiones homicidas (al menos por el momento); pero el lugar del fanatismo asesino no quedó vacío por largo tiempo: vino a ocuparlo el integrismo islamista. Prueba que los instintos más peligrosos de nuestra condición humana están al acecho de la menor ocasión para tratar de apoderarse del curso de la Historia.

No sería exagerado añadir que la religiosidad que vislumbraba Malraux se encontraba muy lejos también de la que se practica en estos días en ciertos medios influyentes norteamericanos e incluso en la Casa Blanca. Lo que Malraux tenía en mente era a todas luces una espiritualidad personal, íntima, sobria, y no esa otra, más bien aparatosa, y algunas veces estridente, que interpreta los acontecimientos y se inmiscuye en política en función de una lectura simplista y literal de la Biblia, induciendo a todo un gabinete presidencial a orar ostensiblemente, antes de comenzar las labores del día, delante de cámaras fotográficas.

Que no haya equívocos: rehúso sumarme a quienes se entregan con deleite a la amalgama fácil, los mismo que ayer no veían diferencia alguna entre Hitler y Lyndon Johnson, o entre los misiles Pershing y los SS20, y que hoy equiparan el integrismo islamista con el fervor de algunos grupos conservadores estadounidenses. No, estas dos tendencias religiosas -islamismo y fervor conservador- son cualitativamente diferentes y por consiguiente incomparables: una representa la barbarie y no admite discrepancia; la otra se manifiesta en el seno de una sociedad pluralista y de un debate democrático, debiendo competir día tras día con ideas rivales. Pero, aunque radicalmente disímiles, ambas tendencias constituyen una desnaturalización, una usurpación de la espiritualidad anunciada por Malraux y que todos llevamos, aunque sólo sea en forma latente, en lo más profundo de nuestro ser. Hay que rendirse ante la evidencia: el nuevo auge de la religiosidad no implica en modo alguno un paso hacia adelante, en la buena dirección, de lo espiritual.

En nuestro siglo posmoderno nos ha abandonado la creencia optimista y algo ingenua, proveniente de la Ilustración (siglo XVIII), en el progreso indefectible de la humanidad. Y no es tan sólo tal o cual momento de la historia puede ser considerado como un retroceso trágico; es la Historia misma que parece dar tumbos, errar sin norte alguno. El hecho de que se haya necesitado prácticamente todo un siglo para dar al traste con dos totalitarismos – el nazi y el rojo – que dejaron centenares de millones de víctimas detrás de ellos, es la mejor prueba de que la Historia no constituye una garantía de progreso. Cabe preguntarnos si esa Historia hace en realidad algo más que dar vueltas atolondradamente, a la manera de un carrusel en movimiento perpetuo; si cada siglo no trae consigo su propio lote de crímenes, abusos y locuras; si el hombre no se encuentra condenado, como Sísifo en la mitología griega, al eterno recomenzar de sus vicisitudes. De ahí la inquietante validez de la frase de filósofo austriaco Karl Popper: «Lo peor es siempre posible». Y si el progreso es en el mejor de los casos aleatorio, fortuito, y no inexorable, entones ninguna generación, ningún esquema cultural puede estimarse superior a los precedentes, ni inferior a los que vendrán después de él.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas