Colocar a la enseñanza pública en el ínfimo nivel actual de calidad fue evidentemente una consecuencia de inversiones y gastos en edificaciones y renglones complementarios de costos irracionales, de ausencia de prioridades en menoscabo de la atención que debía recibir la capacitación magisterial. Orientar hacia metas rectificadoras a una inmensidad de recursos públicos para convertir al 4% del PBI en una auténtica conquista social toma tiempo y la gestión ministerial que se proponga lograrlo, como la actual, debe permanecer, primordialmente y para la mejor fijación de criterios, bajo el escrutinio y los ejercicios críticos distanciados de los intereses que los cambios suelen lesionar sin privarlos del derecho a protestar y denunciar. Una vigilancia escudriñadora que economice los errores del pasado con denuncias responsables. Si está en marcha, como conviene, un proceso dirigido a mejorar la educación para que el sacrificio de los contribuyentes no sea en vano, vale permitir que se pretenda demostrar que un flujo presupuestal excepcional daría resultado como sucede en Costa Rica que con el 6,7% de su fiscalidad dispone de mejores escuelas que las dominicanas.
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Por demás, el objetivo de sacar de postración las funciones educativas precedido por un pacto con amplios y representativos sectores sin primacía de consignas partidarias, y luego con el profesorado, debería permanecer a salvo de los extremismos retóricos y populistas de la campaña electoral.