Tengo por cosa bien averiguada que, en los días que corren, el levantado predicamento de que hasta hace poco gozaba el ideal democrático se ha ido trasmutando con insólita celeridad en resquemor, suspicacia y desengaño.
A nadie medianamente informado se le ocultará que el brusco e inesperado desdoro de las expectativas que la democracia despertaba en crecidos sectores de la población, constituye un problema social alarmante, merecedor de examen escrupuloso por parte de quienes apuestan todavía a la posibilidad de una convivencia civilizada.
No es sin zozobra y estupor que escucho, escapadas no sólo de labios carentes de educación sino, también, de boca de profesionales instruidos, expresiones destempladas cuyo contenido no juzgo traicionar al verterlo en frases del siguiente tenor: Esto sólo se arregla con mano dura… Cuando Trujillo cosas así no sucedían… Un hombre con los pantalones bien puestos es lo que nos hace falta…
Dificulto que el avisado lector me censure por reputar tan desaprensivas opiniones de ligereza peligrosa que, al rehabilitar el uso de la fuerza a guisa de panacea con la que dar solución a los conflictos por los que atraviesa nuestra sociedad, pone de manifiesto una actitud irreflexiva, inmadura que, de propagarse y medrar, podría fácilmente revelársenos como el sombrío preludio de un colapso general de las lábiles instituciones que, mal que bien, han garantizado al ciudadano hasta el día de hoy sus libertades y derechos, quiebra cuyas siniestras secuelas no tardaríamos todos en deplorar.
No estimo que me pago de apariencias por presumir que parejo descreimiento en las virtudes de la democracia cabe ser adjudicado a dos causas principales:
Tiene que ver la primera con el hecho de que por haber vivido nuestro pueblo durante la mayor parte de nuestra historia bajo la férula de regímenes despóticos, dio la gente sencilla en la ingenuidad de suponer que por sí sola la democracia, habida cuenta de que prometía el mantenimiento de las libertades públicas fundamentales y la sustitución cada cierto tiempo de los gobernantes, estaba en capacidad de garantizar, de manera poco menos que milagrosa, el florecimiento de la justicia, la eficiencia, el orden, la transparencia y el bienestar… ¡Como si los ordenamientos, leyes e instituciones pudiesen alcanzar más subida perfección que la mostrada por los sujetos a quienes encomendamos su aplicación y cumplimiento! ¡Como si los vicios heredados del secular oscurantismo del coloniaje, el caudillismo y las tiranías, desapareciesen por arte de birlibirloque con sólo depositar el voto en una urna! ¡Como si pudiera ser más probo y competente un gobierno que el promedio de la ciudadanía que lo llevó al poder!
Me avengo, pues, a considerar que parte del hodierno desvío de la democracia al que sus lacras de muy criolla solera predisponen, halla explicación satisfactoria cuando advertimos que la sociedad dominicana concibió con excesiva imprevisión esperanzas infundadas en un sistema de gestión política ciertamente sofisticado y promisorio, pero al que sólo es lícito exigir que ofrezca las condiciones favorables para el mejoramiento, nunca el mejoramiento mismo.
La segunda causa del desencanto a que hemos aludido en realidad la otra cara de la misma moneda nos remite a la conocida propensión psíquica que la manida sentencia todo tiempo pasado fue mejor condensa a las mil maravillas; predisposición que impulsa al hombre ordinario a revisar el pasado de manera harto fragmentaria y selectiva, haciéndole rememorar siempre con mucha mayor precisión, colorido y detalle, los sucesos halagüeños que los enojosos…
Adviene así la nostalgia por la supuesta época de oro del régimen de mano dura, cuando no había granujas que entraran a tu hogar para desvalijarlo, cuando reinaba la calma, cuando las calles y calzadas relucían de puro limpias, cuando sobraban el agua y la luz, cuando ningún funcionario se atrevía a robar porque para echar mano en el erario público sólo tenían franquicia el Jefe y sus acólitos…
La desilusión, fruto del contraste entre la defectuosa democracia real y la que había sido imaginariamente embellecida, al mezclarse con la añoranza de una no menos fantasiosa edad áurea en la que el puño férreo del autócrata evitaba irritantes conflictos y contribuía a la cohesión social, es responsable de la confusión e incertidumbre que se esparcen como mancha de aceite en la actualidad, estado anímico caracterizado por la tendencia al exabrupto emocional y la consiguiente vulnerabilidad del espíritu en lo que toca al ejercicio del sentido crítico, a la aptitud para el juicio lúcido, profundo y sosegado.
Porque si algo salta a la vista es que ni a la democracia se la puede inculpar de los desafueros que en su nombre cometen los demagogos que de ella se aprovechan, ni el despotismo, por muy ilustrados que sean sus atuendos y modales, merece nuestros aplausos y vítores en gracia a muy discutibles logros cuyo exorbitante precio ha sido la claudicación y el envilecimiento del país.
Dicho más paladinamente, la más chapucera democracia debe ser considerada superior a la dictadura de mayor clarividencia y ecuanimidad. Porque al fundarse en los principios de la libertad y en los derechos del individuo, por abundantes y graves que nos parezcan en la práctica sus imperfecciones, siempre serán éstas susceptibles de corrección; mientras que el estado de fuerza, al sustentarse sobre la negación radical de tan irrenunciables presupuestos, no importa las buenas intenciones de quienes lo propugnen, no podrá menos que ser tenido por intrínsecamente perverso, vejatorio y castrador.
Una democracia enferma no va a sanar porque se le aplique la amarga medicina de un buen tirano, ya que el tirano bueno tiene la misma posibilidad de existir que el cuadrado esférico o el agua que no moja… Las falencias, a no dudarlo numerosas y lamentables, de nuestro frágil sistema democrático sólo hallarán remedio y en ello va nuestro crédito cuando, superando nuestra nesciencia, dejadez y abandono, seamos entre todos capaces de infundirle lo que hasta ahora le ha faltado: lozanía y vigor.