Los aranceles de Trump

Los aranceles de Trump

Julio E. Diaz Sosa

El pasado miércoles, cuando el presidente estadounidense Donald Trump anunció su nueva política arancelaria, no podía creer la magnitud de tal decisión. Lo primero que me vino a la mente fue el realismo mágico de Macondo, extrapolado a la economía global. Desde su primera presidencia, Donald Trump mostró destellos de una actitud neomercantilista sin parangón. Sin embargo, en la historia moderna no es la primera vez que el mundo presencia un despliegue arancelario de tal magnitud.

En el año 1828, Estados Unidos aplicó la “Ley de Aranceles”, con el objetivo de proteger su incipiente industria en los estados del Norte frente a las importaciones europeas. No obstante, esto provocó fricciones con los estados del Sur, que exportaban materias primas a Europa. Este episodio contribuyó al incremento de tensiones entre el Norte y el Sur, que culminaron en la Guerra Civil o de Secesión en 1861. Otro referente más reciente sobre el uso extensivo de aranceles se remonta casi un siglo atrás, con la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930. Esta normativa aumentó los aranceles a más de 20,000 productos importados por Estados Unidos, lo cual redujo sus exportaciones e importaciones en más de un 67 %. Por esta razón, muchos economistas coincidimos en que esta ley exacerbó aún más los efectos de la Gran Depresión.

La era presidencial en la que Trump aparentemente ha basado su plataforma económica tuvo lugar en la década de 1890. En ese entonces, William McKinley estaba causando sensación desde la Casa Blanca, y el vigésimo quinto presidente sigue siendo mencionado en muchos de los discursos de Trump, entrevistas con los medios e incluso en su discurso inaugural.
“Soy un hombre de aranceles y me presento sobre una plataforma arancelaria”, declaró William McKinley durante su campaña presidencial de 1896, en un intento por atraer a la base manufacturera del país y a los principales estados industriales. Esta afirmación se enmarca en una trayectoria legislativa consolidada en el Congreso, que culminó con la Ley Arancelaria McKinley de 1890, la cual elevó los aranceles sobre la mayoría de los bienes manufacturados importados a aproximadamente un 50 %. Posteriormente, ya como presidente, promulgó la Ley Arancelaria Dingley en 1897, reafirmando su compromiso con una política económica proteccionista.

McKinley también supervisó un período de expansionismo estadounidense, que incluyó la anexión de Hawái y la incorporación de territorios como Puerto Rico y Guam. Esta política guarda ciertas similitudes con la visión contemporánea de Trump, quien ha expresado interés en adquirir territorios como Groenlandia, recuperar el control del Canal de Panamá y convertir a Canadá en el quincuagésimo primer estado de la Unión. Asimismo, la represión de la inmigración ilegal refleja la postura de McKinley sobre la necesidad de “proteger a los Estados Unidos de la invasión de las clases degradadas y criminales del viejo mundo… contra todos ellos, nuestras puertas deben permanecer firmemente cerradas”.

La realidad factual es que la economía actual no es una copia al carbón de la que experimentó McKinley, y eso es algo que el presidente Trump parece no comprender del todo. La economía global de la era McKinley estaba fragmentada y se caracterizaba por una rápida industrialización. En contraste, la economía actual es interdependiente y está marcada por cadenas de suministro globalmente integradas. La mayoría de los fabricantes estadounidenses también son importadores: aproximadamente dos tercios de ellos utilizan bienes semielaborados o componentes importados como insumos. Por lo tanto, los aumentos arancelarios los perjudican considerablemente, a pesar de que Trump sostiene que los derechos de importación los beneficiarán. Esta es la razón por la cual las acciones del sector automotriz han caído bruscamente tras las noticias sobre nuevos aranceles al automóvil. ¿No deberían haberse disparado al alza? Este ejemplo sencillo demuestra que las políticas comerciales proteccionistas suelen basarse en ideas simplistas y erróneas. Estamos avanzando hacia una lógica económica más propia de la década de 1930.

En los últimos quince años, Estados Unidos ha experimentado una dinámica macroeconómica marcada por dos tendencias principales: por un lado, ha puesto a disposición del resto del mundo su sólida economía de consumo, acumulando grandes déficits comerciales; por otro, ha recibido flujos constantes de capital denominados en dólares, atraídos por su mercado de bonos del Tesoro y sus bolsas de valores altamente líquidos y profundos. Esta combinación ha llevado a una Posición de Inversión Internacional Neta (NIIP, por sus siglas en inglés) sustancialmente negativa, reflejo de una economía que importa más de lo que exporta, mientras continúa siendo vista como un destino seguro para la inversión global.

La administración Trump ha criticado abiertamente este modelo, señalando que permite a países extranjeros “aprovecharse” de Estados Unidos al exportar hacia su mercado de consumo, para luego reciclar los ingresos generados en la compra de activos estadounidenses. Este ciclo ha mantenido el dólar estadounidense “excesivamente” fuerte, lo cual, desde la perspectiva de Trump, debilita la competitividad del país en el comercio internacional.

Como respuesta, se han implementado medidas proteccionistas —particularmente aranceles a bienes importados— como intento de “reequilibrar” esta dinámica. Ya sea mediante el cobro de derechos a quienes acceden al mercado estadounidense o mediante presiones para inducir reformas estructurales que fortalezcan las monedas de los socios comerciales, el objetivo final es claro: debilitar el dólar estadounidense para favorecer las exportaciones, atraer mayor inversión extranjera directa y fomentar el resurgimiento del empleo manufacturero.

Sin embargo, esta estrategia plantea serios riesgos. La capacidad de financiar los déficits gemelos de Estados Unidos —fiscal y por cuenta corriente— depende, en gran medida, del estatus del dólar como moneda de reserva global. El giro geopolítico impulsado por la administración Trump ya ha generado respuestas: Europa ha intensificado el estímulo fiscal, Canadá busca diversificar sus alianzas comerciales y los bancos centrales han comenzado a reducir su exposición al dólar, aumentando sus reservas en oro e incluso contemplando otras monedas, como el euro, para diversificar su cartera de reservas internacionales.

Lo paradójico de esta apuesta es que se centra en un sector que ha perdido relevancia relativa en la economía estadounidense. El sector manufacturero representa actualmente solo el 10 % del PIB del país, muy por debajo del pico de entre 33 % y 35 % alcanzado hace aproximadamente cuatro décadas. Aun si las políticas actuales lograran impulsar dicho sector en un 10 %, el impacto neto sobre el PIB sería marginal: apenas un 1 % adicional. Esto implica que los costos económicos —volatilidad en los mercados, mayor riesgo de recesión, potenciales despidos— se estarían asumiendo en favor de una fracción cada vez menor de la economía nacional.

En conclusión, el gran ganador que se vislumbra en el horizonte de este Armagedón comercial es China, ya que se erige como la nueva potencia de un orden mundial que los Estados Unidos está autodestruyendo. Además, se posiciona en la esfera global como un socio confiable para hacer negocios, en medio de una posible nueva era de bloques comerciales fragmentados.

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