Los argumentos

<p>Los argumentos</p>

JOSÉ MANUEL GUZMÁN IBARRA
La palabra es propia del ser humano. Sólo los dioses en su hablar hacen. El puente entre la solitaria isla del individuo y el continente de la humanidad es la comunicación; pervertida ésta, se daña el camino en el que podemos enriquecer nuestro destino individual y social.

La idea que no encuentra palabras no es fértil. La palabra sola no es lenguaje sino sonido, y el sonido aislado de contenido no implica comunicación. El argumento sin ideas es sólo un eco que se pierde.

Muchos actores sociales son al tiempo víctimas y victimarios de la falta de argumentos. El moderno interés por el escándalo y los procesos célebres, el seguimiento de una historia apasionante, más por la parte novelesca que por la vida o la verdad de los hechos, suelen no ser del todo sinceros, porque en un proceso político o social lo que está en juego no es la verdad, sino los intereses opuestos de los actores: empresarios, ministros y gobernantes o los aspirantes a serlo. Vivimos en un modelo triste, a la par histórico y actual, en el que la comunicación, que creo parte fundamental del desarrollo espiritual y material, se hace casi imposible. El argumento ya no busca legitimidad sino el exterminio del contrario.

En el país se ha llegado al punto en que cualquier cosa puede ser denunciada o criticada, dada por cierto sin que medie la investigación. Todo puede ser dado por cierto sin contrastarse, todo puede simplemente ocultarse, y se piensa que frente a un hecho ni siquiera tendrá que brindarse un argumento, pues en el “mejor” de los casos, sólo tendrá que mentirse, que es el peor de los argumentos. Asumimos muy rápido que el argumento es un instrumento post facto, aunque no guarde ningún compromiso con la lógica, la ética o simplemente la verdad comprobable. Así que tanto en los sectores sociales más elevados como en los más desfavorecidos encontramos un problema en decir y pensar correctamente. En la lucha pública, político-partidista o de otra índole, es particularmente notorio cómo los argumentos responden a un entramado complejo de intereses. Lo afirmado tiene menos importancia que los objetivos detrás de las palabras, llegándose al extremo que al quedarse sin sustento se cambia al argumento exactamente contrario para defender los mismos fines.

Mientras en el país se registran altos índices de criminalidad, el aborto es un problema de salud pública con cien mil casos al año, el desempleo crea un ejército de excluidos, nuestras ciudades principales tienen problemas de tránsito y de transporte, muchas comunidades no tienen acceso al agua potable, hay problemas de nutrición y salud, las élites nacionales en casi todas sus facetas están presas en sus objetivos apremiantes, sin siquiera preocuparse por encontrar buenos argumentos.

No caeré en el simplismo de afirmar que resolviendo los problemas de la debilidad argumentativa, como en un pase de magia, se resolverán los problemas materiales; pero tengo un prejuicio, quizá ingenuo, de creer que el que tiene buenos argumentos, aquel que ha dedicado al menos cinco minutos en pensarlos y digerirlos, está más cerca de hacer las cosas bien. Yo no soy de los que pido menos palabras, sino mejores argumentos.

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