Los autorretratos de Oviedo

Los autorretratos de Oviedo

El mito de Narciso es, probablemente, la muestra más alegórica de lo que constituirá el futuro autorretrato al menos a partir del Renacimiento cuando esta expresión pictórica se dignifica adquiriendo un papel protagónico en la exaltación del artista más allá de su individualidad.

El pintor dejará de lado su imagen de artesano a fin de reivindicarse representándose a sí mismo, otorgando alma a la figura humana y con ello, alcanzando posición cimera en el contexto histórico de aquella época.

En la Antigüedad, solo los dioses y los poderosos podían inmortalizarse en estatuas, bustos o frescos; entrado el Barroco y con el desarrollo de nuevos materiales y formas de aplicación del color, la creatividaddel arte figurativo comienza a transformarse en reflejo filosófico, arquetipo del Hombre hecho autor que busca expresar en el lienzo el Ser y sus aspiraciones.

En instrumento que facilitarásu prestigio social y estatus de sujeto observado que revela rasgos, gestos y estados anímicos conformadores de su Yo inserto en la madeja del ejercicio cultural.

A nuestro modo de ver, tres pintores hicieron del autorretrato artilugio imperecedero de introspección, exploración artística, e incluso denuncia; hablamos del teutón Alberto Durero (1471-1528), la romana Artemisia Gentileschi (1593-1653), y del incomparable holandés Rembrandt (1606-1669).

El primero fue pionero en la profundización de la autorreflexión en la iconografía pictórica occidental; decenas de autorretratos trabajados desde sus jóvenes años revelan el adolescente de rasgos altivos y mirada inquieta, el vigoroso gentilhombre que aspira a una nobleza que carece, e incluso un Cristo surgido de las tinieblas en el cual Durero se ha dibujado a sí mismo quien sabe con qué propósito.

Gentileschi, por su parte, fue la artista del pincel que defendió con más vehemencia su condición de excluida por el solo hecho de ser mujer representándose metafóricamente en la mítica y justiciera Judith; Rembrandt, por último, jamás descansó en el afán de reproducir su rostro construyendo con ello una verdadera biografía artística depositada en un centenar de autorretratos completados a través de cuatro décadas de incesante creatividad.

A partir del 9 de marzo de los corrientes, el Ministerio de Cultura de la República Dominicana estrenará una exhibición dedicada al icónico pintor Maestro Ilustre de la Pintura Dominicana Ramón Oviedo (Barahona, 1924-2015) con el explícito propósito de reinstaurar la de facto desaparecida sala que lleva su nombre en las instalaciones de aquella dependencia.

Tony Ocaña, reconocido coleccionista y mecenas creador de la Fundación que lleva el nombre del Maestro hoy dirigida por su nieto el también artista plástico Omar Molina Oviedo, propuso junto a este últimola primera exposición de Oviedo en muchos años. Ambos han resaltado el entusiasta apoyo de la institución estatal y los propietarios de las obras a su organización y curaduría.

Ocaña afirma que para la ocasión se escogieron autorretratos no por ellos representar necesariamente al artista per se, sino por constituir robustas herramientas reveladoras de las preocupaciones existenciales del cimero expresionista dominicano las cuales, al fin y al cabo, no son más que las sempiternas dudas universales de todo pensador inquieto y sensible como fue el caso de nuestro artista.

Pretender discernir en detalle el conjunto de obras reunidas en esta muestra constituiría una utópica aspiración, mas, destacan algunas merecedoras de atención para los fines de estos párrafos.

Nos referimos a tres impresionantes lienzos trabajados en técnica mixta: “Autorretrato”, exhibido en la prestigiosa galería florentina de Uffizi, tela en la que Oviedo ha decidido mirarnos a los ojos seguro de sí mismo y de sus cavilaciones; a juzgar por la postura de sus manos, único detalle resaltado en el cuadro además de su cara, el acontecimiento escénico no puede representar otra cosa que no sea el convencimiento del artista maduro que equipara el pensamiento al acto creativo propiamente dicho ejecutado por sus manos.

“Autorretrato en rojo”, presumiblemente dedicado a Van Gogh como insinúa la oreja ausente, muestra rasgos de un puntillismo que roza lo genial; las pinceladas breves y rápidas que pueblan este lienzo hacen del rojo y del amarillo artificio conformador de los límites de un firmamento indefinido desde donde surgen los detalles faciales del autor. Su semblante, críptico y provocador, aparece incrustado en el limitado escenario en que acontece esta obra, o, en el mejor de los casos, aparenta provenir del infinito oculto al cual nos invita Oviedo entrar.

Por último, “Especie inverosímil”, quizás el más enigmático de los trabajos expuestos, convencionalmente hablando, no es un retrato como tal; el observador deberá escudriñar con atención los límites de su propuesta gráfica no para comprender la naturaleza de los humanoides que aparecen en ella (in)comunicados unos a otros, sino sobre todo para identificar la cara del Oviedopartícipe testigo de su entorno y de todo lo que en él acontece más allá de su propia visión existencial. Por igual, la meditativa cabeza envejeciente que, depositada sobre un péndulo recuerda el transcurrir del existir, es la del artista que lo ha visto casi todo.

Como vemos, en suma, no hay en estos trabajos signos de rigor académico o imposición creativa alguna, es todo libertad y asociación; expresionismo y abstracción que hacen de las líneas y la geometría justa pareja del color y los contrastes que dotarán a las figuras toda su fortaleza expresiva.

Dice Efraím Castillo sobre Oviedo que, desde sus orígenes, en el Maestro siempre palpitó el arte como noción de historia a través de una obra que, a partir de 1963, transcurrió en espiral ascendente hacia la reconciliación de lo plural con el contexto.

Es decir, el hecho histórico-social pertinente a la colectividad nacional y regional, dígase las gestas políticas incluyendo Abril, el retrato de la inequidad de la pobreza material, y el sincretismo cultural de nuestro ser caribeño,estuvo colocado en el centro del quehacer creativo del galardonado genio de la pintura nacional.

Sus autorretratos, espejos íntimos y simultáneamente símbolos de la pluralidad aludida, son muestra fidedigna de las propias palabras enunciadas por Oviedo sobre su obra: “Mi trabajo emerge del caos social y de profundas meditaciones existenciales en persecución de la verdad estética penetrada de múltiples contenidos; su centro es el Hombre y sus creencias, experiencias, alegrías, angustias, pasiones y contradicciones”.

Es justo resaltar que ante esfuerzos tan loables como el aquí comentado, cabría preguntarse si quizás no ha llegadoel momento de que el trabajo de Oviedo, patrimonio representativo de las artes y cultura nacionales por excelencia, no asuma un papel protagónico en la proyección internacional de un país que además de riquezas naturales, talento deportivo e inventiva musical, deberá enorgullecersedel legado de sus pintores, escritores y demás cultivadores de las artes.

Las autoridades gubernamentales y las instituciones privadas interesadas en la cultura tienen ante sí una insoslayable oportunidad: rescatar y conservar la insuperable obra del Maestro para las presentes y futuras generaciones de dominicanosy dominicanas preocupadas por la preservación de su devenir histórico.

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