Hermosear parques o superar horribles crisis de insalubridad urbana causadas por mal manejo de los desperdicios hablan favorablemente de una que otra gestión municipal por tratarse de aciertos logrados en un marco de insuficiencia de recursos para la generalidad de las cabildos, entidades llamadas a ejercer autoridad con suficientes medios para su independencia financiera y para proveer a segmentadas jurisdicciones del país los servicios y soluciones a problemas que por naturaleza y cercanía resultan de su competencia. Se les llama «gobiernos locales» porque reciben poderes concedidos exclusivamente por los votantes de cada comunidad, contrayendo con ellos el compromiso de mantener en apropiado estado infraestructuras imprescindibles para los lugareños, reglamentando uso de espacios, velando por la higiene y condición óptima de lugares de esparcimiento, fijando reglas ambientales y de apoyo a la convivencia y siendo receptivos a las preocupaciones de los moradores que les corresponda atender.
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Muy poco de lo anteriormente enunciado es alcanzable bajo el abrumador predominio del presidencialismo que deja a las alcaldías y salas de regidores sin renglones para crecer en captación de ingresos con arbitrios sobre ejercicios de lucro y abundancia de patrimonios que por su naturaleza y presencia en determinados territorios municipales deberían tributar hacia los entes que directamente velan por los intereses y conveniencias de los particulares sin excepción.