Los bemoles de la tempranía

Los bemoles de la tempranía

Horacio

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El «brunch» es opción para atraer clientes de restaurantes a consumos antes meridiano parecidos a desayunos tardíos como parte de la nueva cultura que en defensa propia pone a mucha gente a correr antes de que le coja la hora de los confinamientos.

Pero como la aceleración existencial estresa, produce insomnios, trastornos digestivos y el sistema inmunológico se resiente abriendo puertas a los virus, es necesario agregar espacios de tiempo para consultas médicas a las jornadas ordinarias ya recortadas. Maratonistas del diario vivir: ¡estáis jodidos comoquiera!

Andamos con el prurito a flor de piel de adelantarnos a los acontecimientos, cruzar los semáforos en rojo, ignorar a la venerada anciana y a la muy atractiva chica que aspirarían a que les cediéramos nuestro turno en la fila para entrar a pagos antes que nosotros.

Miramos para otro lado cuando lo normal es que los seres curvilíneos y de facciones hermosas aunque semicubiertas por mascarillas, retengan indefectiblemente nuestros enfoques oculares.

Incluso antes había siempre suficientes minutos para imaginar, fecundamente, los encantos no visibles, bajo jeans ceñidos pero ocultadores o faldas demasiado largas, señal inequívoca de que el virus, antes de matar, nos torna insensibles no solo al sabor de los alimentos.

Las horas que antes uno podía dedicar a la acción se han llenado de inmovilidad y fantasías. Los canales premium de los servicios de cable y Netflix nos consuelan, pero luego se convierten en fuentes de frustración.

Las actuaciones vigorosas de los actores, atléticos, fenomenales y súper bien acompañados del sexo opuesto, incluyendo aquellos que accionan en canales para adultos, nos llevan por introspección a preguntarnos ¿Y qué hago yo aquí, de pendejo en este sillón, mientras la vida sigue?

La anciana prima que vive en un campo de El Seybo y consume leche cruda todavía, me hace añorar su bohío.

El ordeñador sigue su ritmo de trabajo y el lácteo que recibe, fresco como ninguno, jamás se ha cortado.

Va al establo a la hora que le da «su maldita gana» y llega temprano al domicilio de la doña también porque «le da su maldita gana».

El jornalero que recoge miel de los panales usa jachos para violar todos los límites horarios, porque el alcalde, único encargado de hacer cumplir el toque de queda por allí, le tiene más miedo al coronavirus que el resto de la humanidad y no sale de su casa.

Extraño paraje de estos límites geográficos en el que nadie se queja de que las autoridades extorsionan a caminantes y jinetes para monetizar la pandemia a costilla de los infractores.

Uno de sus hijos que ahora habita en la ciudad más cercana a su nido campestre original, continúa, como ya supe, ganando dinero sin salir de su casa donde opera como peluquero pueblerino, desenfadado y negado a fiar, y que no ha superado su etapa de picaflor.

A medida que se ha ido endureciendo la prohibición de poner un pie en la calle, él ha ido acercando los amoríos para transitar lo menos posible.

Me contó la prima que lo parió que sus dos novias más recientes vienen a estar residiendo, como quien dice, al cruzar la calle o al doblar la esquina.

Una de las ironías de estos enclaustramientos reside en que los automovilistas que se atreven a circular fuera de hora, a veces por urgencias de salud, tienen que cuidarse más de aquellos otros conductores y motociclistas autorizados a transitar que de la propia Policía.

Los choferes de enormes y trepidantes vehículos de carga, y los muy veloces mensajeros a domicilios sobre dos ruedas, hacen con sus imprudencias que sea más peligroso circular cuando menos está permitido. Son una plaga adicional a la que microscópicamente también se hace acompañar de la guadaña.

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