Los ayuntamientos han permanecido casi desde siempre en una autonomía municipal recortada en el acceso al Presupuesto General del Estado que la ley les acuerda de un 10% de los recaudos, muy a pesar de que una buena proporción de los tributos que administra y distribuye a su conveniencia el Gobierno central deberían tener como principal aplicación levantar obras y prestar servicios esenciales en las comunidades sometidas a los gravámenes.
Es decir: devolver a los pueblos, vía autoridades edilicias que ellos eligen cada cuatro años, una parte importante de los recursos que los trabajadores pueblerinos, modestas empresas citadinas, y consumidores severamente gravados, aportan al fisco.
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El presidencialismo centralizador y, con la sartén por el mango, ha preferido en toda época que sea por decisión suya, y selectivamente, el compensar con asignaciones extraordinarias a los ayuntamientos por aquello que presupuestalmete les han negado.
Las erogaciones extras, que cobran intensidad en el umbral de elecciones, estarían sirviendo en este momento para reforzar la capacidad de los cabildos de hacer cosas para sus comunidades gracias a unos auxilios de apariencia generosa que conquistan aprecios que se traducen en beneficio político para el oficialismo, una conquista de adhesiones que parece cuidar las formas y es vendida como «desinteresada, sin mirar colores de partidos». La oposición, en su derecho, reclama transparencia ante la ley.