POR GRACIELA AZCÁRATE
«Los chicos nos miran» era el título de una película italiana, que en 1970, indagaba en el mundo de los niños, lo que ven de sus mayores, lo que aprenden a querer y a odiar, y en definitiva lo que les enseñamos a ser en el futuro. Pensé en esa película cuando se fue desarrollando una historia que les voy a narrar y que empezó el 23 de octubre de 2004, con un texto que publiqué en Areíto sobre la figura de Alejandro de Humboldt y sus aportes a las ciencias naturales en América.
Tenía sobre todo la intención de apoyar la supuesta gestión de dos funcionarios, uno dominicano y otro alemán en la instalación de un Museo Humboldt para las jóvenes generaciones dominicanas.
Cierto grupo intelectual adujo que la concesión de la casa los despojaba del inmueble donde estaba instalada la Casa del Escritor dominicano. El artículo pretendía apoyar una iniciativa de la Secretaría de Cultura y de la Embajada de Alemania. En mi ingenuidad lo que era objetivo se convirtió en punto de partida y motivó una serie de hechos que en realidad son una lección de sociología, de ética y psicología colectiva. Días después de la aparición del artículo un joven estudiante de la carrera de Negocios de INTEC me llamó por teléfono. Me contó que su profesora de Bio-geografía, donde confluían varias carreras les había puesto como trabajo colectivo preparar un Seminario sobre la figura de Alejandro de Humboldt. No sabían por dónde empezar y se les ocurrió buscar en la guía telefónica y pedirme orientación.
Al día siguiente Jonathan Almánzar vino a casa para contarme los alcances de lo que tenían entre manos. Entusiasmada, ilusionada y muy ingenua pensé inmediatamente que tanto la Secretaría de Cultura como la Embajada de Alemania, cuyos funcionarios habían aparecido fotografiados firmando el convenio, eran las dos fuentes idóneas para alimentarlos en el proyecto. Como historiadora les ofrecí preparar mi ponencia desde ese punto de vista pero sugerí que llamaran a Amparo Chantada que había sacado días después del mío, un artículo muy interesante de Humboldt desde el punto de vista de la geografía y a Marcio Veloz Maggiolo que había escrito sobre la importancia de Humboldt y los alimentos americanos.
Pero, almas ingenuas, los chicos y yo. Cuando Jonathan Almánzar empezó a llamar por teléfono a la lista de gente que le confeccioné pensando en que, como adultos, como mayores, como profesores tenemos responsabilidad y obligación de responder porque «los chicos nos miran», de la larga lista el único que respondió fue Roberto Cassá que nos dio los teléfonos de los que formaban una plancha para presentarse a las elecciones de futuras autoridades de la Academia de Ciencias.
Cuando llamaron a la Secretaría de Cultura nadie les dio respuesta. Cuando usé un canal informal con una subsecretaria, a título de amistad me respondieron que porqué no se dirigían al presidente de la Academia de Ciencias. Casi me partí de la risa, pensando en ese personaje de ópera bufa que hace 12 años «vuelve y vuelve» . Cuando usé los correos electrónicos de los encargados de prensa de la Secretaría de Cultura que siempre se acuerdan de mí y mandan sus notas de prensa para darles publicidad, por toda respuesta recibí un silencio total, ominoso y sepulcral.
El punto final lo dieron en la Embajada de Alemania. No sólo los humillaron gratuitamente haciéndolos dar miles de vueltas en la sede de la embajada, sino que los maltrataron, no los atendieron y llegó al colmo del insulto cuando la encargada de Cultura les mandó decir que aunque estaban en la sede no los recibiría porque debían pedir cita. Cuando la pidieron adujo que se iba de vacaciones. ¿Habré visto bien la foto de los dos funcionarios firmando el convenio para un museo dedicado a los muchachos? Si. Ahí están frisados, en una página de propaganda que es un simulacro, porque en realidad los chicos son un pretexto para engordar el narcisismo. De la visita ofensiva a la Embajada de Alemania llegaron de improviso a mi casa, a las dos de la tarde, tres jovencitos, Jonathan Almánzar y dos muchachas. Desmoralizados, ausentes de calor de los mayores, mirando a unos adultos que no sólo los usaban sino que les volvían la espalda y les cerraban la puerta en las narices.
Decidimos cambiar la estrategia. Hicimos entre los cuatro una nueva lista, y empezaron a llamar a las nuevas autoridades de la Academia de Ciencias propuestas, les dijeron que no los podían ayudar porque estaban en elecciones. Más de los mismo. Gatopardismo puro.
Indignada, le conté a mi jefe en Areito, Nelson Marrero, lo que estaban pasando los chicos y de inmediato me ofreció apoyo, también se lo conté a Manasés Sepúlveda que los llamó y les ofreció preparar una ponencia sobre Humboldt en Cuba, y cuando se lo conté al editor de Ecología, Domingo Abreu Collado, se comprometió a preparar una ponencia sobre Humboldt y la espeleología.
Pero, si he de ser sincera, dudé, me imaginé que no iban a lograrlo. Sin embargo quince días después, Jonathan Almánzar llegó una tarde a casa con la invitación impresa, con el afiche repartido y con una esperanza tierna cifrada en tan sólo tres ponencias, de tres periodistas, de un periódico y de su subdirector que sí creíamos en ellos. Ese niño me salvó la tarde. Días después programamos una visita al periódico HOY. Nelson Marrero los recibió calurosamente, llamó al fotógrafo, habló con la periodista Leonora Ramírez, que les hizo una entrevista que se publicó al día siguiente, mientras don Cuchito, solar, desde la sala de Redacción le daba la bienvenida a ese emprendimiento y les ofreció apoyo irrestricto, de él y del periódico.
La tarde del 21 de diciembre, contra el pronóstico de que no lo lograrían, a las cuatro de la tarde entré al Auditorio García de la Concha de INTEC.
Nos esperaban Iselia Henríquez, Jhonatan Almánzar y Ernesto Sánchez que me prendieron dos rosas en la solapa y nos hicieron sentir mimados y queridos. Su profesora y gestora del seminario, Angela Galet, observaba desde las gradas el desarrollo del evento. Iselia me contó que a último momento el profesor Brígido Peguero del Jardín Botánico iba a colaborar con una ponencia sobre botánica. Así que al fin los chicos lograron que cuatro ponencias redondearan la vida de Alejandro de Humboldt.
Los chicos no saben porque no se los dije que Alejandro de Humboldt perteneció a una generación desesperada, en transición, desoída y ninguneada.
Carlos Marx decía lapidariamente de los alemanes que «vivían en contradicción permanente porque han compartido con los pueblos modernos sus restauraciones, pero no sus revoluciones. Un pueblo desgarrado, políticamente inmaduro, difícil de mover, pero fácil de seducir, más preocupado por el progreso técnico que por el progreso de la humanidad». A los jóvenes artistas y creadores les dijeron decadentes, amantes del romanticismo y de la muerte, fueron testigos inmutables y sin misericordia observaron la muerte de poetas y dramaturgos como la joven Carolina von Gunderrode, que se suicidó de un tiro en el corazón, a los veintiún años; o de un tiro en la boca del mayor dramaturgo alemán, Henrich von Kleist a los veintititrés años.
Lo que no les dije es que esos jóvenes se murieron porque sus mayores eran un simulacro, unos burócratas sin vida ni concierto, frisados en una sonrisa muerta y sedientos de protagonismo. Lo que no les dije o se los dije a medias es que Alejandro de Humboldt fue ejemplar y consecuente durante toda su larga vida, y que su mayor ejemplo para la posteridad fue entender ese mundo desgarrado de pequeñas principados alemanes, mezquinos y avaros imbuidos del espíritu absolutista de las monarquías creadas por derecho divino. Lo que no les dije es que fue acusado de misógino y homosexual por su amistad de por vida con Amado Bondplan y que le dio la espalda a una sociedad pequeño burguesa mezquina y devoradora.
Cuando su madre murió, usó la fortuna que le dejó precisamente para alejarse de una sociedad egoísta y rapaz, para descubrir lo puro y prístino de una sociedad incontaminada. Eligió dedicar su fortuna a descubrir, dibujar, cartografiar y alabar un mundo que producía vida, alegría y aprendizaje. Con enorme elocuencia y cerrando con broche de oro Domingo Abreu Collado dijo que lo que debíamos sacar de aprendizaje de Alejandro de Humboldt era su capacidad de innovación, de arrostrar mil desafíos, dolores, ausencias y sinsabores, que debíamos buscar en ese espíritu que hacía doscientos años, iniciaba las luchas contra la esclavitud del hombre por el hombre, el ejemplo altruista y generoso de poner su fortuna al servicio de los jóvenes para que aprendieran y se formaran.
A Manasés, que estaba a mi lado le dije que el espíritu de Humboldt, sí había encarnado doscientos años después, porque como él, habíamos dado la espalda a los míseros funcionarios, porque entre «los chicos que nos miran», los periodistas, los directivos de un diario matutino, los profesores de una universidad y su rectora habíamos dado el oído, el corazón y habíamos jugado un partido, habíamos pasado la pelota, habíamos apostado al nosotros, en «un fulbito» con una pelota de trapo.
Hace unos años tuve una jefa, en un organismo público que tenía la rara cualidad, en este medio vocinglero y narcisista de escuchar y de hacerse cómplice de las propuestas creativas de sus subalternos. Generosa y con una sólida autoestima, no necesitaba de fotografías ni de adulación. Cuando le presentaban proyectos ella les daba salida y los apoyaba como propios. En uno de esos proyectos que fraguaron, cuando hice la presentación conté un recuerdo de mi niñez. Era un recuerdo de un partido de fútbol, con una pelota de trapo, entre chicos, en un barrio pobre de Buenos Aires.
Narré: «Jugamos en un equilibrio perfecto, con un sentido exacto de equipo y de solidaridad para pasar la pelota y hacer gol. No sabíamos que ese juego infantil guardaba las claves para el futuro. Porque si pasás bien la pelota, si participás en el conjunto, si pensás en el «nosotros» como diría Pedro Mir, es posible que cualquier empresa humana se vea coronada por aquellos benditos golazos».
Cuando inauguramos aquel proyecto yo recordé a una amiga mía de la infancia, «la rusita» con la que jugábamos todos los domingos un «fulbito» con los varones del barrio y donde en una yunta perfecta ella gambeteaba la pelota y yo goleaba certera.
(_) «Nuestro secreto era jugar en equipo. Ninguna quiso sobresalir, sabíamos que el éxito radicaba en pasar la pelota y hacerlos jugar a todos. Fuimos perseverantes, silenciosas, sin egos. El nuestro era un juego limpio, con la pureza que sólo los niños pueden tener en el ritual de patear una pelota de trapo.» ( TEATRO. Año II. Número 13. 30 de septiembre, 1999. Santo Domingo. República Dominicana. Revista del Teatro Nacional)
Cuando terminó el seminario sobre Humboldt, cuando pensé en esos estudiantes de Negocios que lo habían logrado, cuando escuché las palabras finales de Domingo Abreu, pensé que al igual que en aquellos lejanos años de mi niñez, reeditados en el espíritu de equipo de 1999, habíamos jugado entre todos «un fulbito» de barrio, habíamos pateado «una pelota de trapo», entre todos y los adultos conscientes de que «los chicos nos miran» habíamos interpretado el espíritu de Alejandro de Humboldt más allá del egoísmo y la vanidad.