¿Los cinco grandes poetas dominicanos?

¿Los cinco grandes poetas dominicanos?

Lo primero fue una perplejitud. Leer en el suplemento cultural “Areíto” del recién pasado sábado 4 un trabajo del Sr. Miguel Ángel Fornerín determinando quiénes son los cinco grandes poetas dominicanos, me hizo suponer una envidiable capacidad de trabajo investigativo y valoratorio, merecedor de todo un volumen justificativo. Luego me conturbó que el nombre de Manuel Rueda no aparece entre los escogidos.

¿Por qué?

El Sr. Fornerín parece desconocer la formidable producción de este genial poeta, galardonado en limpia lid en el país y en el extranjero. ¿Acaso no ha oído hablar admirativamente de su obra a lectores desapasionados y a escritores salvados de las pequeñeces de la envidia, sentimiento a que hace referencia el viejo decir castellano: “Dos cosas que no hallarás: un alacrán sin veneno ni un artista que halle bueno lo que hacen los demás”.

No voy a envolverme en elogios, o fatigar al lector con la mención de los numerosos premios y honores que Rueda ya obtuvo en vida, como cuando recibió el Premio de Literatura que otorga anualmente el Estado dominicano conjuntamente con la Fundación Corripio, o el Premio Tirso de Molina que le fue otorgado en Madrid por su “Retablo de la pasión y muerte de Juana la Loca”, resultado de un concurso internacional en el cual participaron doscientos veintiocho escritores de renombre.

Quiero embarcarme en el recuerdo de algunos fragmentos de su poesía, que de vez en cuando se me asoman para traerme el regalo de su inspiración, su ritmo, su musicalidad fluyente… todo lo que forma parte del equipo creativo de una mente excepcional.

Un gran pianista como él, escribe de su exigente instrumento en su “Meditación ante el piano” que “No es la cola de los pavos reales abierta/ bajo ejes tentaculares./ Es la negra cadera del océano/ el pecho en carne viva/ con su resguardo de fieltros y lacas nocturnas/. No es el golpe de los martinetes hiriendo metales/ sino la carne en busca de su orilla/ el dedo que cae/ el hueso que se descoyunta/ sobre la trampa minuciosa donde el tiempo ha quedado/ prisionero”.

Es que ahí, en esas teclas demandantes, como en mi violín, cuando duerme en el ataúd de su estuche… Allí, silencioso, el tiempo “ha quedado prisionero”.

Rueda lo toca todo. Lo toca con el sentimiento hondo y con un bisturí ensangrentado que no tiembla. Más que pianista, poeta o escritor, se trata de un alma sensible a lo comprensible y lo incomprensible, al dolor y al gozo, al asombro del asombro, al recuerdo valiente de vivencias y sueños.

La visión de su madre que “fue un lazo de moaré rosado sobre una trenza oscura / sus ojos de fotografía, acuosos y dulces, aún me miran”, constituye un testimonio de hondo sentimiento. Pero vemos que la tierra, su tierra, palpita en su estro y le dice: “¿Cómo olvidarte/ tierra/ que escapas bajo los pies/y no cesas de estar?”

Su permanencia en Chile, en plena adolescencia, no lo distanció de las realidades de su tierra natal, del dolor de las carencias de los humildes, de la permanencia de las injusticias que los abaten, del drama de la isla partida en dos pedazos como un casabe sobretostado de sol y de carencias.

Hace cincuenta años, Rueda publicó en “La criatura terrestre”, visiones de las penosas relaciones con Haití, y dice: “¿En dónde estás, hermano, mi enemigo de tanto tiempo y sangre? / ¿Con qué dolor te quedas pensándome a lo lejos?”

Y está Makandal.

Nada faltó en la amplitud de su poesía.

 

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