Los congresistas, con el santo y la limosna

Los congresistas, con el santo y la limosna

César Pérez

En Occidente, las cortes, los parlamentos, los grupos de interés, los partidos y más que estos, sus fracciones internas con sus encarnizadas luchas entre sí, siempre han sido motivos de contrariedades. De estos colectivos, el parlamento, lo que aquí genéricamente llamamos Congreso, ha sido el que más hostilidad ha generado en pensadores y el común de la gente, por ser percibido como el lugar de los pactos entre las élites políticas, de las facciones partidarias, de los intereses particulares de sus integrantes y/o de los poderes fácticos. En gran medida, es eso lo que estamos viviendo con la actitud de nuestros congresistas en torno a los temas de las tres causales, la escogencia del Defensor del Pueblo, la Cámara de Cuentas y la JCE.

Pero esa actitud debe verse en clave del relacionamiento congresistas/partido. Se supone que los primeros son representantes de los segundos, pero eso es de forma, algo que deforma el proceso en que estos ejercen su representación. Son elegidos en las boletas de los partidos, pero una vez ocupan sus curules adquieren una relativa autonomía que se ensancha o estrecha dependiendo de la fuerza de las facciones partidarias allí representadas y/o de la fortaleza del principal dirigente de la organización. Esa autonomía les permite legislar para ganarse la voluntad de la comunidad local con acciones no siempre legítimas o de los poderes fácticos con acciones generalmente espurias.

En los casos concretos de la configuración de las ternas para escoger los miembros de la Cámara de Cuentas, cabe la legítima sospecha de ha habido acuerdos entre las élites partidarias para seleccionar sus aspirantes preferidos; en el caso de la JCE no hay dudas de que así fue. En lo que respeta al tema del Defensor del Pueblo, la manipulación de los resultados de las puntuaciones obtenidas por los aspirantes al cargo, con evidente intención de favorecer a uno de ellos, confirman que ese proceso desde su inicio ha sido viciado por los acuerdos de las referidas élites. Y es que es el Congreso, generalmente, es el lugar por excelencia en que las oligarquías partidarias, como las llamaba Robert Michels, sellan sus acuerdos para repartirse y mantener sus espurias cuotas de poder.

En parte, eso explica esas y otras inconsecuencias, como mantener el barrilito a pesar de que el partido de Gobierno en su programa contempla eliminarlo, que se dejen narigonear de los sectores eclesiales en el manejo del tema de las tres causales, despreciando el sentimiento de su partido y del Ejecutivo, además de la mayoría de la población que las aprueban. Inmersos en la vieja cultura del ventajismo, la aplastante mayoría de congresistas se mantiene desafiante con esas y otras acciones que expanden la relativamente exagerada percepción de que nada ha cambiado, sin que el Gobierno dé evidentes señales de tener conciencia de su peligrosidad.

Es innegable que cosas importantes han cambiado: mayor eficiencia en algunas dependencias, racionalidad del gasto, eliminación de nominillas y del despilfarro que ha permitido el ahorro de miles de millones de pesos, la Justicia sigue trabajando en los expedientes contra funcionarios corruptos del pasado Gobierno, el programa de vacunación sigue dando esperanza. Pero eso no basta. Son necesarios acciones de gran calado, que expresen coherencia y poder del Gobierno que les permitan una real autonomía frente a los poderes fácticos y a unos legisladores que persisten en alzarse con el santo y la limosna.