Los debates presidenciales de EE.UU.: un formato hecho para la TV

<STRONG>Los debates presidenciales de EE.UU.: un formato hecho para la TV</STRONG>

Este miércoles, se enfrentarán por primera vez en debate los candidatos a ocupar la Casa Blanca, Barack Obama y Mitt Romney.

Los debates presidenciales, tal como los conocemos en la actualidad en Estados Unidos, se desarrollaron para la televisión. Hasta el histórico debate entre el republicano Richard Nixon y el demócrata John F. Kennedy, en 1960, los candidatos presidenciales de los dos partidos dominantes nunca se enfrentaban formalmente para esgrimir sus ideas.

Este debate, por ocurrir en un nuevo medio visual cada vez más popular que le llegaba a millones en un instante, marcó la pauta de cómo se debían postular y defender los argumentos. Más importante aún, sentó las bases de cómo el orador debe presentarse frente a las cámaras de televisión.

El medio exige que el locutor se concentre no tanto en lo que dice sino en cómo lo dice y no es cuestión de quién habla sino de cómo se ve quien habla. Es estilo sobre sustancia, es la imagen sobre el individuo.

Aunque las posturas políticas de los candidatos ya se han escuchado una y otra vez -y el discurso seguirá siendo el mismo durante los debates- un suspiro, un pestañeo, una frase fulminante podrían definir el resultado de una elección, sobre todo si es una contienda cerrada como la actual.

El nuevo medio. Los debates políticos en Estados Unidos no empezaron en 1960. El acalorado intercambio de ideas y palabras entre contrincantes son parte de la historia del país, pero estaban limitados a la audiencia que estuviera presente en el recinto, a lo que pudieran escuchar y lo que reportaban los periodistas de antaño.

Los más citados por los historiadores son los debates senatoriales entre Abraham Lincoln (quien luego sería elegido presidente) y Stephen Douglas, en un estilo puro de articulación de los puntos de vista, preguntas, respuestas, ataques y contraataques sin moderador durante un período de unas tres horas.

Esta lucha retórica no se tradujo a la época de la radio, cuando hubo muy poco interés público en escuchar debates políticos. El evento solo llegó a encontrar su medio idóneo en la televisión donde ya no era la palabra lo primordial, sino la figura e imagen del interlocutor.

Eso lo descubrió en carne propia Richard Nixon, un experimentado político republicano, dos veces vicepresidente, cuando debatió en televisión al joven senador John F. Kennedy.

El histórico debate se transmitió tanto por radio como por televisión. Quienes solo escucharon las voces de los candidatos quedaron convencidos de que Nixon había argumentado mejor sus puntos de vista. Pero aquellos que lo vieron en la pantalla chica opinaron diferente.

Nixon no permitió que le aplicaran maquillaje, la sombra de las raíces de su gruesa barba se hizo más pronunciada, se veía incómodo bajo las crudas luces del estudio y sudaba profusamente.

Kennedy, en cambio, estaba relajado, se veía apuesto, reía, tenía un buen control de sus gestos y movimiento corporal. Una persona nacida para las cámaras. El joven senador ganó la presidencia en uno de los resultados electorales más apretados en la historia de EE.UU.

Cambio de formato. Desde ese momento, aseguran algunos críticos, los debates presidenciales dejaron de ser sobre el enfrentamiento de argumentos. El poder de la imagen y el hecho que le llega a millones de personas en un instante es muchas veces lo que más preocupa.

El formato clásico se abandonó a cambio de un montaje preparado y moderado para controlar el tiempo que los participantes tienen para exponer sus ideas. En le debate moderno hay pocas sorpresas, en general hay una idea muy clara de lo que el oponente va a decir y como se va a contestar.

Lo que realmente hacen es memorizar toda una serie de posibles preguntas y tener preparadas al pie de la letra las respuestas que se puedan dar en segmentos no más largos del límite de dos o tres minutos. Poco o nada se deja al azar.

No son, sin embargo, ejercicios inútiles. Se trata de la primera vez que un público nacional ve a los dos candidatos lado a lado para juzgar quién se ve más presidencial. Aunque el texto ya está preparado como un libreto de teatro, es muy importante saber cómo exponerlo.

El gran comunicador. Para eso, concuerdan los observadores, no había mejor locutor que el republicano Ronald Reagan, presidente entre 1981 y 1989. El escritor estadounidense Mark Twain decía que no hay palabra más efectiva que una pausa bien colocada. Pues, bien, Reagan era un maestro de la pausa y del ritmo, al fin y al cabo había sido actor en Hollywood.

Fue una de las razones por las que venció al entonces presidente Jimmy Carter en las elecciones de 1980. Durante esa campaña surgieron diferencias entre Reagan y Carter sobre los debates. El presidente no quería participar si se incluía al tercer candidato independiente John Anderson.

El primero de los tres debates se realizó sin Carter que, sin embargo, lideraba en las encuestas. Reagan cedió a los deseos de su oponente y aceptó a que los siguientes debates fueran solo entre los dos. El efecto de un Reagan cómodo, suave, gracioso y pausado, parece haber ayudado a consolidar la simpatía del electorado para el candidato republicano.

Cuatro años después, cuando se enfrentaba en debate al demócrata Walter Mondale, Reagan desvió efectivamente las críticas de quienes lo consideraban muy viejo para aspirar nuevamente a la presidencia, asegurando jocosamente que no abordaría el tema de la juventud ni de la inexperiencia de su rival.

Oradores de ensueño. El vicepresidente en esa época, George Bush (padre), nunca tuvo la habilidad verbal de su jefe pero llegó a la presidencia en 1988. No obstante, en su intento de ser reelegido, en 1992, tuvo un desacierto frente a las cámaras cuando, durante el debate presidencial, miró su reloj durante la alocución del entonces gobernador de Arkansas, Bill Clinton.

Para los televidentes quedó en evidencia que el presidente estaba aburrido con el evento y así lo informaron los medios. No se sabe a ciencia cierta si eso fue lo que ocasionó su derrota electoral pero, definitivamente, no sirvió y Bush duró años explicando que lo que estaba haciendo era dando una señal al moderador de que Clinton se había sobrepasado del tiempo permitido para su intervención.

En esos debates participó un tercer candidato independiente, Ross Perot, un multimillonario empresario de Texas. Perot causaba gracia por su apariencia de abuelo refunfuñón, por su falta de conocimiento del ruedo político y por uno que otro ex abrupto.

No obstante, dejó en claro sus credenciales de un buen administrador de finanzas cuando respondió a las dudas sobre su falta de experiencia política y poniendo en relieve la deuda del gobierno de Bush: «No tengo ninguna experiencia en acumular un déficit de cuatro trillones de dólares».

Ante los ojos del público Ross Perot ganó ese debate en particular pero su compañero de fórmula, el vice almirante retirado James Stockdale, ayudó a echar todo ese esfuerzo por tierra en lo que se considera la participación más patética de debate alguno.

Stockdale, un completo novato en cuestiones políticas, parecía un ciervo asustado frente a las luces de un auto a punto de arrollarlo. Eso lo dejó en claro cuando empezó su alocución preguntando -casi que a sí mismo- «¿Quien soy yo, qué estoy haciendo aquí? Yo no soy un político».

Ese problema no lo tendrán Barack Obama ni Mitt Romney en su serie de debates. El primer es admirado por sus habilidad para emitir discursos con claridad, ritmo y sentido. Es, como me lo comentó un profesional de discursos, «un orador de ensueño».

Romney, por su parte, lleva dos años en campaña, contestando preguntas a diestra y siniestra y participando en un arduo concurso primario para la nominación republicana que realizó casi dos docenas de debates.

Dos políticos curtidos estarán viendo dónde encuentran un punto débil en la armadura del otro en un formato que no ofrece mucha oportunidad para lanzar tiros francos.

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