El Cabo Leyba llegó a la calle El Conde con la revolución de abril de 1965. En los ataques de las tropas norteamericanas del 15 y 16 de junio, luchó como un valiente contra los soldados brasileños que abrían fuego por los lados del Parque Independencia. Los brasileños eran temibles, y ese hombre surgido de la nada, venido de las entrañas del pueblo llano (“Vosotros, los Humildes/ los del montón salidos”, como versificó Federico Bermúdez) no de la pequeña burguesía que vivía el éxtasis glorioso de la revolución, daba un ejemplo de valor espartano.
El valor es verdadero si se desarrolla ante la posibilidad de la muerte. La muerte es siempre un valladar infranqueable, y el combate te deja desnudo ante su majestad. Aquél anónimo personaje, empinado sobre la dimensión temporal, avanzando bajo el fuego de tropas enemigas, ¿qué era en ese instante? ¿Bajo qué impulso sublime, en el mismo momento en que arriesgaba su existencia, ese don nadie, “del montón salido”, era la plenitud de una vida para quien su bien verdadero es esa libertad que no le pertenece?
Sumido en una fatalidad misteriosa, el Cabo Leyba peleaba en una guerra cuya derrota sería peor que perder, porque el verdadero desprecio es el silencio. Lo sabíamos todos los que habíamos sobrevivido al largo silencio del trujillato, y nos revolcábamos en el estruendo ensordecedor de la guerra.
Después nos acostumbramos a vivir en presencia de la muerte, y la contrainsurgencia hizo de la vida una fuga. Todo cambió. Emergiendo de ese anatema terrible que lo sepultaba, un día me volví a encontrar con el cabo Leyba en la misma calle El Conde que lo vio bramando en el vórtice de la epopeya. Le habían cortado una pierna y pedía limosna, moviéndose lento con dos muletas y unos ojos indóciles y rencorosos. Quién sabe si cada vez que desplegaba la voz de súplica pensaba que mejor hubiera sido morir atravesado por las balas de los brasileños, que en el 1965 disparaban por los lados del Parque Independencia.
¡Ah, los del sesenta!
El Cabo Leyba arrastrándose con sus muletas se pierde en un pensamiento inalcansable, topetándose con los viandantes de la calle El Conde. Algo le aplaca su amargura. Su alma está desnuda, pero siente que un soplo de dicha que nunca le será destinada lo inunda por momentos. Entonces se reconcilia con la tranquila poesía del presente, como si alguna vez hubiera sido feliz. En este mismo escenario en que el Cabo Leyba es un limosnero, su vida que ahora no significa nada recorrió los estremecimientos de la dignidad más abstracta y más concreta que pueda existir: la dignidad que sólo proporciona la idea de la libertad. Ahora es sólo un guiñapo que extiende la mano para sobrevivir. ¡Él, que un día peleó por esa cosa ambigüa que llaman Patria!
Cincuenta y tres años después de la Revolución de abril de 1965, es el Cabo Leyba quien llega a mi memoria. Su imagen se desliza en uno de esos vacíos que capturo al pasar, y sé que ni él mismo se reconocería levantando un fúsil, prendido al fulgor y al júbilo del combate, en el documental de René Fortunato que lo muestra ardiendo en llamas de patriotismo, protagonizando una guerra que lo llevaría a ser un derrotado limosnero sin pierna, que exhibe su indefensión y su miseria en la misma calle que lo vio enfrentarse a la disyuntiva de morir por la patria, esa cosa indescifrable que quema como un fueguito del alma, y que uno no sabe a ciencia cierta qué es.
¡Ah, los del sesenta!