Los días felices de la guerra

Los días felices de la guerra

PATRICIA SOLANO
La voz de Fidelio Despradel al otro lado del teléfono sonaba excitada: «Han aparecido unas fotos inéditas de la guerra, totalmente desconocidas hasta el momento, y entre ellas me he encontrado a Piky con unos rolos y un fusil… ¡tú tienes que ver esto!» Corrí a buscar este tesoro oculto durante 40 años: mi madre. Abril me la trae de nuevo en una imagen típica de aquellos días.

Ahí está con veinticuatro años… ¡veinticuatro!… delgadita, con sus pantalones tubito, los pies sobre la silla, un fusil enorme para el que sus pequeñas manos eran diestras, y en la cabeza, las ideas y los sueños entre unos rolos, preámbulo de la coquetería.

¡Cuántas cosas le he preguntado a esta fotografía en este abril de otro siglo! Para dónde ibas tú ese día, mujer, que te querías rizar el pelo; y qué dirías al ver retrospectivamente esta escena de tus días más felices.

Y me consta que lo eran; solo había que oir sus relatos de la guerra.

Ella perteneció a la generación del sacrificio, la que nació y creció en dictadura, la que estalló en el 65 ante el derrocamiento del primer ensayo democrático después de Trujillo y a la que le tocó ver frustrada la victoria con una odiosa intervención militar norteamericana. Resistieron con honor, y dada la desigualdad de fuerzas, perdieron.

Después vino otro tiempo, el del «Viento Frío», de donde vengo yo. Los años de la derrota, cuando éramos hijos e hijas de gente con derecho a muy poca cosa, cuando a ella le gritaban «¡comunista!» como si la Constitución se lo prohibiera —léete el artículo 8, me decía—, y tenía todo el mundo que estarse tranquilo pues esto era la paz, un tiempo de petróleo barato y de zafra azucarera, en el que se construían multifamiliares y una doña emprendía la Cruzada del Amor.

En casa sabíamos que esa paz era mentira: ¿por qué vendría tantas veces la guardia a allanarnos, entonces? ¿Por qué apresaban a los amigos de mi madre? Sabíamos que ella jamás volvería a ser tan feliz como aquellos días de la guerra, por la romántica evocación con que hacía sus relatos sobre los compañeros de entones, las noches en el comando, el peligro compartido, un improvisado lugar donde dormir, un café, el dolor de enterrar a un combatiente, en fin, la mística de la solidaridad en la lucha.

Sus hijas, que no habíamos vivido aquello, la escuchábamos contar. Entonces cada abril le acompañábamos a honrar ese pasado glorioso con el homenaje de los caídos y la reafirmación de las ideas que provocaron la gesta. Y cantábamos himnos, y llevábamos flores, e íbamos con ella a los lugares símbólicos, y el día 28 poníamos un lazo negro en la puerta de la casa como señal de luto y de protesta por la ofensa tan grande cometida contra el suelo patrio.

Pasaron muchos abriles y quisimos saber más cosas. ¿Dónde estaban los otros? ¿Hacían ellos también actos? ¡Llevaban flores, tenían cantos? ¿Dónde, que nunca veíamos nada? No habían, dijo mi madre. «Probablemente no tengan nada de qué enorgullecerse».

Entonces comprendimos. Hay derrotas relativas; la victoria moral es más grande y más fuerte que las balas y los bombardeos.

¡Cuánto ha costado, sin embargo! Hoy me es difícil decírselo a la hija de Juan Miguel o al hijo de Rafael Tomás, porque son padres que no regresaron pero a la vez son héroes de la patria y gracias a su ejemplo jamás nadie ha osado dar otro golpe de Estado.

Seguimos poniendo el lazo negro, para que no se olvide, pero el viento frío pasó. Hoy transitamos por calles que llevan sus nombres, seguimos encontrándonos en los actos, con nuestros cantos y flores; seguimos sin noticias del bando contrario y la ciudad es nuestra, como dijo René. La historia ha reconocido la dignidad.

A mi madre la sigo extrañando, pero esta foto que me regaló Fidelio me la trae de nuevo, fabulosa, descalza en el comando con sus pantalones tubito, sus rolos en la cabeza y en las manos el fusil. Es ella, no hay dudas; genio y figura.

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