Los días terribles de Pedro Santana
después de proclamada la anexión

Los días terribles de Pedro Santana<BR>después de proclamada la anexión

POR MANUEL NÚÑEZ
Desde la proclamación de la Anexión sucedieron días terribles para Pedro Santana, el líder que tanto influyó en los derroteros de la República y cuya vida estuvo siempre plagada de episodios estrambóticos.

Santana tuvo que refrendar la cancelación de más de 56 de sus generales, los hombres que lo habían acompañado en el Ejército; tuvo que soportar las suspicacias del mando español que no se avenía con su temperamento autocrático; muchos de sus generales cayeron en medio de la refriega Manuel de Regla Mota, Pascual Ferrer, Juan Contreras; ya se echan de ver su contradicciones con el mando español; la capitanía general se halla en manos de La Gándara que lo menosprecia. Esa circunstancia última de su desgracia aparece retratada en una de las mejores estampas de la obra, en los últimos días de su existencia; La Gándara  nos dice el autor  lo mandó a relevar de su mando efectivo de tropas, para que siendo arrestado, fuera embarcado en La Romana con destino a Cuba donde sería procesado. Pero los españoles no sabían que aún en este doloroso trance del derrumbe, Santana tenía amigos como el curazoleño Juan Everzts, quien le envió un cayuco por el río hasta Guerra, con un correo que lo alertó sobre la humillación

En junio de 1864, vino a la Capital para morirse. Fue asistido por el doctor Delgado.

El Padre Gabriel Moreno del Cristo le administró la extremaunción. Fue sepultado con honores militares en el patio de la Guarnición

En la guerra de Restauración florecieron los caudillos militares: el general Gregorio Luperón, los generales Pedro Florentino, el caudillo del sur, Gaspar Polanco, Benito Monción; los relatos vivos, pintorescos, henchidos de escenas dantescas y episodios que echan sombra sobre la reputación de los restauradores como lo fue el fusilamiento de Pepillo Salcedo; las intrigas políticas y las desbordadas ambiciones de mando, empañaron muchas páginas gloriosas. Gaspar Polanco, autor de ese mostrenco episodio, fue, a su vez, ya una vez instalado en el mando, acusado de sacrificar a Pepillo Salcedo por Pimentel y dos generales más, y echado con cajas destempladas.

Durante la segunda república (1865-1916) se sustenta en tres grandes figuras: Cesáreo Guillermo, prohijado por Miches;  Ulises Heureaux, apadrinado por Luperón; Ramón Cáceres, nimbado por la gloria del magnicidio.  Guillermo era  hatero, heredero de las huestes de Santana, logró imponerse a Báez y ganó las elecciones a las que asistió en solitario. Al cabo de ocho meses fue derrocado por Heureaux, que se transformó en su talón de Aquiles. Volvió a vencerlo en  El Cabao; llevándolo al exilio a Puerto Rico. Postreramente emprendió una cacería sin tregua, dejando sus mesnadas acéfalas, sin rumbo político, vacías de liderazgo. Heureaux fue la encarnación del Partido Azul, santo y seña del liberalismo, del cual Luperón era mentor, bajo esa enseña principio una dictadura que paró mientes en el crimen político, los desafueros económicos y la ruina del comercio y la industria.

Fue atacado por todos nuestros poetas, y porción de éstos pasó por el pelotón del fusilamiento o por las horcas caudinas de la humillación, Américo Lugo, el matrimonio Henríquez Ureña se trasladó a Puerto Plata; otros partieron directamente al exilio, el propio Gregorio Luperón, padre espiritual de Heureaux, se vio en la obligación de marcharse a Saint Thomas, y cuando ya estaba en las últimas, Heureaux, teatral como siempre, lo fue a buscar en un barco de guerra y lo trajo al país. Caquéxico, vuelto un carcamal y  devastado por el cáncer para manipular su muerte, en una de sus últimas maniobras maquiavélicas.

¿ Por qué traicionó el ideal del Partido Liberal Ulises Heureaux?  ¿Por qué sus lugartenientes Perico Pepín y Demetrio Rodríguez, el Toro de la línea, no lograron encarnar el ideal iluminado de Luperón? Demetrio Rodríguez estudió ingeniería en Nueva York y regresó a Montecristi, se hizo bolo, y pasó entonces al mentidero del caudillo Juan Isidro Jimenes, y estudió economía en París, y volvió a la guerrilla montonera. Leer los pormenores de las peripecias llevadas a cabo por Neney Cepín, Mauricio Jiménez, Cabo Millo, Zenón Ogando, nos deja la conciencia erizada de temores y cuadros dantescos.

Mon Cáceres, el magnicida que junto al adolescente de dieciséis años, Jacobito de Lara, puso punto final a la dictadura de Heureaux, llegó al Gobierno en 1906. Decía que él sería el último de los presidentes macheteros. Una turbia conspiración, en cuya avanzadilla se hallaba Luis Tejera, Augusto Chotín, Julio Pichardo, Enrique Aguiar, atacaron su carruaje a tiros, Cachero su chofer corrió en la victoria a galope tendido, y pocas horas después murió; tenía cuarenta y dos años. ¡ Y cuántas cosas no ocurrieron después que mataron a Mon!

El segundo magnicidio nos sumergió en una etapa de cuartelazos y asonadas, de heroísmos inútiles y caudillos infecundos, hasta llegar al hombre que dominará por treinta y un años el destino de la nación.

De Trujillo se nos hacen varias estampas fundadas en relatos orales, archivos y documentos que todavía no han sido desmenuzados con meticulosidad. En una gran proporción, el Perínclito barón de  San Cristóbal, sigue siendo un hombre indescifrable. ¿Cómo fue posible que este hombre sustituyera a una clase social, convirtiéndose él mismo en la fuerza burguesa y empresarial de la nación con más del 70% de todas las fuerzas productivas, con el control del Estado, de los tres poderes, con el control de la Prensa, de toda la actividad política y con el avasallamiento de todos los intelectuales e incluso de la Iglesia, y hasta del folclore y de los sueños.

Durante tres décadas completas, el destino del país dependió de la psicología de este hombre diabólico y fascinante.  Su disciplina férrea, su sentido del orden, su visión cabalmente autocrática y inmensa capacidad emprendedora transformaron el país que recibió en otra cosa muy distinta. Se hallaba tan consciente de la transitoriedad de una vida, que le confesó a Vallenilla Lanz, que Tacho Somoza había sido un dictador infecundo. Porque Nicaragua carecía de lo más elemental. Y seguidas le espetó:  usted ve eso que dicen con respeto a que yo soy dueño de todo, es pura tontería. Mire, doctor, la propiedad es en el fondo una ficción. Lo que es mío, será mañana de los dominicanos. No tengo sucesor ni pienso formarlo. Ya se encargarán las circunstancias.

Tras el magnicidio del 30 de mayo, el Estado dominicano recibió unas fuerzas armadas desproporcionadas con una escuadrilla superior a los 200 naves, y una marina con una flota de más de  150 embarcaciones, incluyendo 5 destructores;  unas treintas empresas, incluyendo una armería y unos astilleros navales, 12 ingenios, entre los que se hallaba el mayor de América, el Río Haina, la mayor finca de las Antillas, la Hacienda Fundación y una conjunto de propiedades pertenecientes a sus familiares: mansiones, hoteles, fincas, etcétera, etcétera. Todo ese emporio inmenso fue completamente desguazado. El Estado heredó las riquezas del dictador.

La vida dominicana parece marcada por los tres magnicidios. El del 26 de julio de 1899, el del 11 de noviembre de 1911 y el del 30 de mayo de 1961. Los tres se desplazaron sin escolta; los tres fueron víctimas de conjuras, y tras la muerte de los tres, sobrevino una etapa de incertidumbre e inestabilidad.

Al terminar de leer esta obra singular de Soto Jiménez, nos queda un rescoldo de perplejidad. Más allá del placer literario que nos deparan estas páginas esplendorosas, escrita en estilo terso, henchido de hallazgos, de sentencias y aforismos. Nos tropezamos con un monumento, empotrado en la mentalidad de los dominicanos, como un símbolo imponente, como un baluarte, se trata del caudillismo. Hemos ido dando tumbos entre Báez y Santana, entre Luperón, Cesáreo Guillermo y Ulises Heureaux; entre Vásquez y Jiménez, y así hasta llegar a la época actual.  Ese pasado vuelve y aplasta el presente, y encarnó en las figuras de Joaquín Balaguer, Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez, y cuando los caudillos abandonan el teatro, la sociedad parece andar sin rumbo político y vacía de contenido. Gracias, a Soto Jiménez, por esta obra ejemplar.

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