Los días tristes de PHU en Argentina

Los días tristes de PHU en Argentina

Bernardo Vega

El epistolario entre el mexicano Alfonso Reyes, el gran amigo de Henríquez Ureña y Genaro Estrada, otro gran intelectual mexicano, ayuda a entender el estado de ánimo de Pedro en Argentina.

Cuando Reyes fue ministro en Buenos Aires, escribió en 1927 a Estrada: “En 1924, me dijo usted que, al llegar, viera las condiciones en que se encontraba Pedro Henríquez Ureña… Él vive siempre en La Plata, con digna pobreza, y es muy estimado aquí por todo el mundo, sin excepción. En todas partes tiene cierta independencia y autoridad que él ha aprendido a llevar con mucha discreción, sin insistir demasiado… “Vive con gran pobreza en una situación harto modesta, no muy avenido dentro de casa, sumamente triste, cansado, y casi casi renunciando a todo, leyendo libros a pequeños sorbos en desorden, sin enfocar nada con voluntad, destrozado por dentro, con las heridas de México sangrantes y siempre –en el fondo- acariciadas con amor sádico. Vive lleno de disputas íntimas sin poder dar a su compañera las alegrías ligeras que reclaman la juventud y la belleza de ella, y realmente al borde de catástrofes. ¿Qué hacer, Genaro? Mi viejo plan de ayudarlo a cambio de colaboraciones suyas en los periódicos argentinos, es difícil de realizar, porque no tiene entrada en estos periódicos, y aunque lo estiman los jóvenes más señalados de los nuevos grupos, los literatos militantes no lo conocen, o no lo quieren ni le dan sitio, por motivos de falta de afinidad física y espiritual. ¿Qué hacer Genaro? Este hombre se está perdiendo aquí. Su último libro, ‘Seis ensayos en busca de nuestra expresión’ cayó en el silencio más absoluto”.

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En enero de 1929 Reyes escribió otra carta a Estrada, donde critica a los argentinos por no hacer caso a la literatura mexicana, y donde plantea: “A esto se debe que Pedro no haya logrado abrirse paso en la prensa, ni haya logrado siquiera eco para su último libro. Yo hasta sé que Gerchunoff andaba preguntando si Pedro Henríquez Ureña no había escrito alguna vez contra la Argentina. Nos tiene un poco de pavor. Siempre quieren que les hable de Paul Valery, de Mallarmé, de Góngora”.

Lo anterior explica por qué Pedro, al enterarse que su familia ya ostentaba altos cargos en el recién establecido Gobierno de Trujillo, se interesase por ir a Santo Domingo.

En carta a su hermano Max, ya canciller de la República, Pedro le informó: “Este país está anticuado, marcha despacio desde hace años, y no veo que mis niñas vayan a hacer vida muy feliz y provechosa aquí donde todavía los únicos valores que realmente rigen son los mundanos; claro que podrá cambiar pronto pero no estoy seguro y la camarilla que domina en las universidades, reforzada por el actual régimen, es enemiga del que trabaja, así es que mi avance ha sido estorbado sistemáticamente, -salvo el resquicio que no ha llegado a hacer hueco-, de la Universidad de La Plata, en la Facultad de Humanidades; y no sé cuándo se modificarán estas condiciones. El año pasado llegué a estar muy bien, pecuniariamente, pero la entrada como titular de cátedras universitarias siguió sin resolverse. Este año he empeorado pecuniariamente, como la mayoría, -es verdad-, y las perspectivas de ocupar mi verdadera jerarquía son nulas por el momento. Nadie sabe cuánto durará este Gobierno, ni los que vendrán después”.

De todo lo anterior se desprende que, aunque ciertos grupos intelectuales argentinos reconocían el gran talento del dominicano, como filólogo y erudito literario, el grueso de la intelectualidad argentina, y sobre todo aquellos que controlaban los medios de comunicación, no aceptaban a un mulato caribeño con el sambenito, además, del apellido sefardita. Para la Argentina de aquella época, todo lo bueno y fino tenía necesariamente que tener un origen europeo, por lo que un caribeño, con anterior residencia en México y graduado de una universidad norteamericana, no cabía. Por eso Henríquez Ureña no pudo nunca ser titular de cátedra en una universidad en Buenos Aires, aunque fue nombrado profesor suplente, sin curso y sin sueldo, y tuvo que refugiarse en La Plata, donde fue profesor en la universidad, pero donde más bien fue forjador de maestros de secundaria.