Los diplomáticos estigmatizadores

Los diplomáticos estigmatizadores

FABIO R. HERRERA-MINIÑO
La sensible piel nacionalista dominicana se ha sentido ofendida ante los pronunciamientos de diplomáticos europeos acerca de la debilidad institucional y de la flagrante corrupción que afecta cualquier inversión que se quiera hacer allende del océano y en particular de la Unión Europea.

La sangre no llegó al río y los diplomáticos europeos se han sentido avergonzados de sus decires y entusiasmo verbal, fruto del cariño que le toman al país y de sus amistades que establecen aquí, en particular las afianzadas en las soirees de Casa de Campo y de otros lugares de lujo, donde los dominicanos ilustran a esos amigos extranjeros con las debilidades locales, mientras disfrutan de exquisitos manjares y bebidas en un país pobre caribeño.

Los diplomáticos europeos, sin que lo admitan, vienen condicionados al Caribe cuando se forjan una imagen de sexo, ron, baile, vida fácil, buenas playas y hospitalidad sin igual, que hoy disfrutan más de cuatro millones de turistas de los cuales el 70% nos llega de Europa en aviones de barriga ancha procedentes de las principales ciudades europeas.

Entonces, los diplomáticos son muy celosos en cuanto al país receptor y tratan de que las autoridades y los habitantes se comporten civilizadamente, aceptando a sus ciudadanos como algo hereditario de aquellos primeros descubridores que engañaron a tantos indígenas locales, cambiándoles el oro por espejitos allá por el siglo XVI.

A los dominicanos no nos debe extrañar esa conducta diplomática, que era normal en el siglo XIX, después que el país reconquistara su soberanía a raíz de las intensas luchas de la Restauración y la salida de las tropas españolas en 1865. Aquella vez se creó una costumbre muy curiosa, en que los consulados extranjeros alzaban su grito al cielo cuando se afectaba algún ciudadano de esos países, demandando indemnizaciones y reparaciones morales, que iban desde arriar el pabellón dominicano para izar el extranjero, ya fuera español, francés, inglés, italiano, alemán o norteamericano, acompañados con el disparo de una salva de 21 cañonazos mientras la bandera extranjera permanecía en reemplazo de la dominicana.

Incluso hubo una ocasión que el gobierno de Cesáreo Guillermo tuvo que disponer de tres salvas de 21 cañonazos, cada una para zanjar el agravio que se había cometido en contra de los extranjeros. Los italianos no tenían una flota de guerra en el Caribe, se adosaban con sus amistades de otras potencias, en especial la norteamericana, que por la fuerza hacían cumplir sus exigencias consulares que quebraban las arcas del tesoro nacional.

En ese espacio del siglo XIX, antes de la locura de Harmont y de Buenaventura Báez cuando buscaba la anexión con Estados Unidos que sus seguidores lo llamaron la “cosa”, eran frecuentes las apariciones de naves de guerra de países europeos, a veces hasta la pólvora de los arsenales se agotaba con tantos cañonazos de desagravio. Era una práctica continua la de colocar los navíos de guerra a la entrada de los puertos de Santo Domingo y de Puerto Plata para exigir rescates, pagos de deudas o desagravios. Esto fue reemplazado en el siglo XX por aviones como el caso aquel de los aviones de guerra cubanos que sobrevolaron a Puerto Plata para que el gobierno dominicano devolviera un buque de pesca capturado en aguas territoriales dominicanas; no hubo más remedio que dejarlos zarpar para evitar daños mayores al país por parte de la potencia antillana, en que sus gobernantes, en la década del 70, Fidel y Balaguer, sostuvieron cálidas relaciones de intercambio y hasta permitieron el trasiego de muchos cubanos que pudieron salir de Cuba utilizando como trampolín al país para irse luego a los Estados Unidos.

Ahora, en el siglo XXI, en que el turismo ocupa el principal lugar para el sostén económico del país, es delicado el que las autoridades locales, a veces muy proclives a la corrupción, a la arrogancia, al abuso y al exceso de autoridad, golpeen la sensible piel de los visitantes que vienen a buscar lo bueno del trópico, contrario a aquellos conquistadores europeos del siglo XVI. Aquella vez no pudieron llevarse el clima y belleza naturales, así como el atractivo mar Caribe, que ahora disfrutan sus descendientes. Esos europeos, que llegan en oleadas, son amparados por unos celosos diplomáticos que se creen con la potestad de dictar líneas de conducta para el cumplimiento de contratos, respetar inversiones y proteger a sus ciudadanos para que no se vean sometidos al celo arbitrario de las autoridades y sus exigencias de sobornos. La actuación de muchas autoridades locales y en todos los gobiernos, es responsable de los desahogos diplomáticos, en que unos a las claras y otros con notas a la Cancillería, exponen sus quejas y critican la actuación de los funcionarios plagados de los vicios de una sociedad subdesarrollada.

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