Los disfraces de la gastronomía

Los disfraces de la gastronomía

DIOGENES VALDEZ
Hubo una vez –así se pudo comenzar algún cuento tradicional– una época (la de mi infancia), en la que la carne de pollo fue una comida de ricos y las familias de clase media, y las de más abajo, tenían que esperar los domingos para degustar tan saludable y nutritivo manjar. Hoy día, con los genetistas y los tecnólogos en alimentación de animales haciendo su trabajo, el pollo se ha democratizado y ha pasado a formar parte de la cotidianidad de la mayoría de los dominicanos.

Un camino contrario ha lo recorrido un pez abundante en las aguas del Atlántico Norte, famoso por su penetrante olor y sabor, cuya presencia en las cocinas resulta difícil ocultar. Tal vez por su indiscreto olor es por lo que no ha podido inscribirse en los menús de los grandes restaurantes. En la época de nuestras abuelas se le tenía como manjar de clases bajas y había sonrojo en los hogares y alboroto de matronas y damiselas, dándose prisa en cerrar puertas y ventanas para que nadie, olfativamente, pudiera descubrir que en tal o cual casa ese día se estaba cocinando arenque.

Evidentemente, hoy las cosas han cambiado, y por su precio, aquel espécimen piscícola ha venido a formar parte de platos gourmets, aunque a los gourmants siempre les queda la preocupación de que su olor se escape hacia las vías públicas y se confunda con otros, más sutiles y aristocráticos.

A nivel internacional la gastronomía ha sufrido transformaciones similares a las que hemos comentado, y hasta se podría hablar ya, de una penetración cultural (¿o globalización?) por medio del paladar. Un solo ejemplo: la gastronomía italiana ha dejado de ser exclusiva de aquel hermoso país. No sé desde cuándo estoy degustando las «pastas», en especial, los espaguetis; ¿y las pizzas?…, ¡mamma mía!; en la práctica existen para disfrute de todos los paladares y presupuestos. De estas experiencias cotidianas resulta una verdad que es casi un dogma: para disfrutar de la cocina italiana ya no es necesario viajar a Italia.

Pero independientemente de la «globalización» de la comida italiana, visitar aquella península es una experiencia gratificante. Se dice que allí se encuentra más del setenta por ciento de las obras de artes existentes en nuestro planeta. Pero como su gastronomía es harto conocida y saboreada, como yo, muchos son los que se interesan más por los alimentos espirituales, que por aquello «nourritures terrestres», como los llamó Gide en una célebre novela homónima.

En un descanso del festival de Chivasso, pequeña urbe cercana a Turín y a Milán, en compañía del más importante novelista dominicano, Marcio Veloz Maggiolo, y de su esposa Norma, donde nos encontramos en calidad de invitados, ya que esta segunda versión ha sido dedicada a nuestro país, atendiendo recomendaciones, nos vamos a visitar el Museo Egipcio de Turín, de acuerdo con nuestros «cicerones», el segundo más importante del mundo, después del existente en El Cairo y allá nos vamos. Días después armamos el propósito de reencontrarnos con aquellas divas y divos de la época de oro del cine universal y nos dirigimos a la «mole Antonelliana», el edificio más alto de la ciudad y su símbolo. Después de mirar en detalle los primitivos aparatos que dieron paso a las modernas maquinarias del llamado «séptimo arte», de manos de la nostalgia contemplamos las fotos de aquellos seres que el cine y la propaganda convirtió en iconos para toda la humanidad: Greta Garbo (la divina), Marlene Dietrich (el ángel azul), Silvana Mangano y las otras Silvanas nos miran desde la eternidad donde ahora viven. Marilyn Monroe no puede faltar, ni Gloria Swanson, y mucho menos Elizabeth Taylor, ni Merle Oberon, ni Joan Crawford; están todas y todos, como se acostumbra a decir ahora. Hay fotogramas de las grandes películas y al salir de aquel edificio monstruoso se siente satisfecho el espíritu con tanto manjar espiritual.

Para nuestra suerte en todas las ciudades italianas abundan los restaurantes y en Turín (Torino para los italianos) abundan los muy buenos. Hay quienes dicen que «el comer es de vulgares y el beber de gente fina». Yo disiento parcialmente de dicho razonamiento. En este momento, pienso que debemos parecer tres vulgares dominicanos con la necesidad suprema de dar a nuestra corporeidad otra clase de alimentos. Entramos a un restaurante, tal vez demasiado presuntuoso, y con ansiedad repasamos el menú. Mis amigos, por su experiencia con la gastronomía italiana, están preparados para elegir con rapidez las mejores opciones, pero yo que he comido demasiado espaguetis en mi vida, ahora quisiera algo que no sea de allá (República Dominicana), pero tampoco de aquí (Italia), por eso mis ojos se posan con firmeza en plato que parece exótico: Timballo de maíz con pesce veloce del Báltico.

Mientras espero, imagino la apariencia y el sabor de mi elección culinaria. Creo que debe ser uno de aquellos platos con el que las Walkirias esperaban a los héroes cuando éstos llegaban al Walhalla. También pienso en madam Suquí y en Erick, los personajes principales del poema Yelidá, de Tomás Hernández Franco. Veo a la recién casada Suquiete en su cocina, seleccionando el maíz para preparar dicho plano, siguiendo las instrucciones de su marido, porque evidentemente dicho manjar tiene cosas del trópico y tal vez demasiado de la península Escandinava.

Espero con paciencia que el «chef» prepare para mi ese «boccato di cardinale». Ya Marcio y doña Norma tienen delante de sí lo que han pedido. Ellos -evidentemente- no se complican la vida. Entonces me desespero y cuando ya me dispongo a protestar, cuchillo y tenedor en mano, se acerca el mozo con una bandeja y un plato humeante en el centro de ella. Con una sonrisa malvada y un brillo de perversidad en los ojos, coloca el plato en la mesa, y se aleja: aquí está mi «timballo de maíz con pesce veloce del Báltico», el que después de mirarlo con desconfianza y de probar el primer bocado, compruebo que no es más que un plato de harina de maíz relleno de bacalao.

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