Los dos Gogol

Los dos Gogol

DIÓGENES VALDEZ
En Moscú hay dos grandes monumentos dedicados al célebre autor de Tarás Bulba y Las Almas Muertas, pero uno de ellos casi nunca es mostrado a los turistas, porque más que un personaje taciturno, muestra a un hombre tan triste, que el bronce con que está esculpido resulta incapaz de disimularlo.

Volia Brandon, mi «pirybochi» (traductora) y guía no estaba muy segura del por qué el Estado insistía en mantener en el clandestinaje aquella hermosa (aún con toda aquella carga de tristeza en el rostro) expresión de la estatuística.

Tal vez a los jerarcas de entonces se les hacía difícil admitir que en el país de los soviets pudiera existir la tristeza, aún así fuese ésta una tristeza de bronce o de mármol. Sin embargo, al fundador del estado soviético, V.I. Lenin, nunca le preocupó dicho problema. El fue amigo entrañable del más triste de todos los escritores rusos, de Máximo Alejo Packov, quien para su obra literaria utilizó el apellido «gorki», que en ruso quiere decir «triste».

Compruebo que aquella estatua de Gógol, que en ningún momento daba muestra de descuido, estaba desolada. Sólo Volia y yo la contemplábamos, y unos abedules blancos que habían perdido sus hojas, anunciando que ya el otoño se marchaba. Pienso que la tristeza de aquella estatua no provenía de la mano que la moldeó, ni del cincel que a golpes de martilleo pudo haber grabado en la dureza del bronce aquel rictus amargo. Aquella tristeza surgía de la soledad y de repente me pareció que aquellos ojos cobraban vida y nos miraban fijamente y que aquellos labios yertos se movían, como si intentaran decir algo. No pude resistir y grité:

– ¿Te diste cuenta, Volia?

La pobre mujer me miró con los ojos más incrédulos que haya visto en mi vida.

– ¿Qué cosa? – se atrevió a preguntar.

– La estatua abrió los ojos y sonrió.

– Claro que lo vi –respondió ella–. Pero ahora nos marchamos, la temperatura está bajando. Parece que va a hacer mucho frío esta noche.

Sé que Volia no creyó ni una sola palabra de lo que dije, porque el verdadero rostro del escritor es el triste; conozco demasiado su vida para dejarme engañar por la estatua de cara risueña. Hacia lo interiormente me he hecho la promesa de regresar y tomar una foto a cada Gogol. No comprendo por qué no lo hice en ese instante, si como el clásico turista occidental andaba con una cámara colgando de mi cuello, y mostrar a todo el mundo que hay un solo Gogol, único e incomparable, feliz desde su tumba por habernos regalado las obras antes señaladas y un cuento tan hermoso como El Capote, que de acuerdo con los especialistas, es el que funda la moderna literatura rusa.

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