Los economistas de viejas soluciones

Los economistas de viejas soluciones

El economista es una de las especies de profesionales más valoradas de los últimos años, por encima de los actores, de los modistas  y de los abogados. Sus consejos son las guías de los programas de gobierno y, en no pocas ocasiones,  ellos los formulan, colocando sus concepciones políticas sin dar la cara, y usando a los políticos populares que actúan en el mercado electoral.

Los políticos ganan las elecciones con un programa de gobierno y, luego del triunfo, los economistas aplican otro que nadie compró con su voto. Esto lo hacen  particularmente desde los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional. Los programas de gobierno de esos organismos reciben sus  denominaciones según el tiempo de duración y el grado de ajuste. Se pueden denominar con nombres inocuos,  “facilidad ampliada”, o exóticos,  stand by. 

Estos programas,  sustentados en los recetarios de los organismos internacionales, han gustado a los políticos porque los eximen de responsabilidad y pueden, con argumentos de aval extraño, dar razones suficientes para justificar por qué  han incumplido  promesas  a la población al momento de ser elegidos.

Entre los economistas hay una variedad de especímenes ideológicos, los buenos de izquierda y malos de derecha, o viceversa. Sus habilidades los han hecho proliferar como expertos internacionales, con la capacidad de establecer la efectividad de la caña fístula para desparasitar a la población económicamente activa. Quizás por eso un estadista, como Luigi Einaudi,  veía a los expertos  más pernicioso que las siete plagas de Egipto.

Basado en la realidad objetiva o en cierta dosis de realismo, hay una propensión media y marginal de los economistas a preferir los regímenes autoritarios o de fuerza. Estuvieron con los  de Pinochet y Videla, y con las democracias de unipersonalismo medalaganario como la de Menen. Las únicas leyes que   están dispuestos a considerar son las de mercado, aunque no a aceptar, porque sienten una particular predilección por los decretos, despojados de la ritualidad democrática, y se pueden aplicar antes de que los ciudadanos se den cuenta de su “estado shock”.

Los programas de gobierno promovidos por los economistas de los últimos tiempos ya son viejos. Pero han sido aplicados con leyes de urgencias o decretos transitorios cual novedades teóricas del  futuro, cuando en realidad vienen del pasado. De Stefani, Ministro de Hacienda de Mussolini, aplicó un programa para privatizar los servicios públicos y ampliar las bases de los impuestos para disminuir las tasas.  Calvin Coolidge, presidente de los Estados Unidos, creía en las ideas de presupuesto equilibrado y  de no interferencia en los negocios privados, y su secretario del Tesoro, Andres Mellon, diseñaba reformas tributarias para reducir los impuestos de los más ricos. En los años 20 todo eso culminó con la Gran Depresión. Ahora las viejas ideas económicas  culminan en una recesión cuyos efectos parece que nadie  puede prever.

Si esto sigue como va, quizás deberán tomar las ideas de Steven Levitt, ganador del premio John Bates Clark, que es como el premio Nobel de los economistas con menos de 40 años. Según   Levitt, la disminución de la delincuencia en EEUU en los  años 90 se explica por la aprobación del aborto en los 70, pues  permitió deshacerse de los niños pobres no deseados que serian los delincuentes de las décadas siguientes. En el trasfondo de estas ideas se sustenta que es preferible matar los futuros delincuentes en los vientres que en los intercambios de disparos. Si los economistas actuales no encuentran una solución a la recesión actual, tal vez hubiese sido mejor tener sólo economistas que hayan sido deseados y queridos por sus padres.

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