Si arbitrariamente tomáramos el llanto del recién nacido como la trompeta que anuncia el inicio de nuestro tránsito por el mundo, y a la senectud como la señal postrera, notaríamos ahí dos épocas vulnerables y riesgosas . Cierto que el fantasma de la muerte nos acompañará y perseguirá como la sombra, todo el tiempo, a donde quiera que vayamos, pero son los periodos de la infancia y la ancianidad los intervalos cuando las defensas orgánicas, biológicamente hablando, se muestran más debilitadas. El infante trae en su sangre las defensas humorales que su madre le ha transferido, sin embargo, a los pocos meses esos anticuerpos han desaparecido y el infante deberá desarrollar sus propios mecanismos de protección serológica y celular. Una óptima alimentación balanceada con un esquema amplio de vacunas, acompañada de una buena higiene, mejoran las perspectivas de una niñez sana con un mínimo de contratiempos. Esa fase tierna del desarrollo humano es una especie de etapa de barro o arcilla blanda y húmeda donde se moldea el individuo. Saltemos ahora al trayecto final del individuo bajo condiciones naturales normales. El continuo y prolongado uso de la maquinaria humana habrá para entonces acumulado los efectos del desgaste y daño de una que otra pieza parcial o totalmente reparada. Las fallas son múltiples y de variada intensidad o gravedad. Hacen su aparición los trastornos crónicos y degenerativos en cada uno de los sentidos, órganos y sistemas corporales. Bajan las defensas, el esqueleto tiende a volverse frágil y poroso con una mayor propensión a las fracturas y a la artritis. La presión arterial y el corazón dan señales de algún grado de inestabilidad y de falla. La visión no es tan clara, nítida y enfocada como solía ser en los años de mocedad. La marcha nos falsea de vez en cuando, siendo menos acelerada que antes. Durante la lectura del libro de la memoria saltamos una que otra página y sorpresivamente aparecen hojas en blanco. El aparato del oído se torna menos sensible por lo que ignoramos el murmullo circundante y solamente percibimos los tonos e intensidades que ayer interpretábamos como grito o ruido. Aminoran los olores y la piel nos engaña con su falsa percepción climática. A los varones la próstata nos trastorna la micción y a las damas la debilidad del piso pélvico tiende a volverlas incontinentes. El aparato digestivo se vuelve sensible y caprichoso; lo que en el pasado nos asentaba bien ahora nos indigesta. Ninguna de estas señales suelen aparecer de golpe y porrazo, es posible que no sepamos cómo ni cuándo hicieron su debut.
Se dice, no sin cierta dosis de razón, que en la juventud y la adultez se almacenan los materiales para la pavimentación de los últimos quilómetros de la carretera de la vida. Las estadísticas forenses señalan que la mayoría de las tragedias aéreas ocurren durante el despegue y el aterrizaje de los aviones. Algo similar acontece con la existencia. Disfrutemos llenos de sueños y con alegría el vuelo largo y productivo de la vida, asegurando que sus extremos, es decir, tanto el arranque como el descenso, sean suaves y naturales.