Los fanáticos

Los fanáticos

JOSÉ MANUEL GUZMÁN IBARRA
«Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema». En nuestro país, lamentablemente, esta especie abunda.

La sinrazón del fanático la encontramos en su vanidad: se enamora de sus propias ideas. Tiene prisa en que le oigan, sus sentencias sitúan a los demás en el abismo. El fanático puede ser político, religioso, pero también intelectual.

Lo peor que nos puede pasar es que nuestras elites malgasten su ejercicio en tratar de ser importantes antes que aspirar a ser útiles. En el maravilloso ejercicio de la libertad sucumben ante el espejismo de sus propias ideas. El socorrido disfraz en el que buscan ocultar su egocentrismo está en el noble argumento de querer cambiar el mundo. Allí también está su arrogancia.

El fanático suele ser un experto pesimista, coquetea con el discurso moral y prejuzga buscando siempre un único objetivo: situarse en alto pedestal para sentirse infinitamente importante, mejor que los demás. La dolama del fanático no debe confundirse con el necesario ejercicio crítico. En la mejor tradición orteguiana se ha establecido la necesidad del más puro ejercicio intelectual, la crítica; pero hay que tener bien claro la diferencia entre aquel que busca entender la realidad con aquel que bajo el pretexto de modificarla la describe desdibujada. El fanático carece hoy de verdadera ideología, no la necesita. Los horrores que describe le justifican.

Octavio Paz decía que criticar es situar. Es decir, criticar es primero que nada poder describir con precisión lo observado. Al tener el detalle podemos establecer variaciones, predicciones, sugerir cambios, según sea el caso. Una sociedad que aspira a construir su destino debe poder evaluar la realidad para poder dirigir el cambio necesario. Juan Bosch proponía el estudio para alcanzar la ambiciosa meta de dirigir y cambiar la sociedad. Felipe Gonzáles, con gran autoridad moral por haber resistido la dictadura de Francisco Franco, aconseja no quejarse sino actuar contra aquello que se considera debe cambiar. Aspirar a cambiar lo que individual o socialmente nos disgusta es señal de vitalidad. No obstante, también es señal de salud social que ejerzamos el esfuerzo de pensar, criticar, situar, para entonces sugerir líneas de acción. El mismo Felipe Gonzáles advierte que se trata de cambiar el mundo, no de salirse de él.

El crítico siente la responsabilidad enorme que significa reducir a categorías conceptuales la escurridiza realidad. El fanático tiene certezas intolerantes. La gran diferencia no está tanto en la acción o falta de ella. La diferencia entre un ejercicio crítico y una acción empecinada es la misma que ante el peligro vemos en el mártir y en el estulto. Mientras el mártir espera la muerte, como nos apunta el enciclopedista Diderot, el estulto corre a buscarla. Así, mientras el crítico se enfrenta a diferentes escenarios, el fanático anhela que ocurra su apuesta única para así alcanzar notoriedad; grandes inteligencias pero vanidosas anulan su aporte por este afán.

De la misma manera como la pelota el fanático no describe sino que en exultación demanda, así en la vida pública el fanático no explica sino que sentencia. Busca situarse a sí mismo en la minoría como seña de su exquisitez, pero no pasa de ser un refugio cobarde. Centra su objetivo hacia la utopía inalcanzable porque odia ser puesto a prueba; su gloria, su éxito permanente está en nunca involucrarse. Él no desea un mundo nuevo, desea un mundo imposible. Se contenta con gobernar virtualmente, insidiosamente, porque el contacto con las realidades más crudas y descarnadas no lo asquean como hace creer, sino que lo asustan. Se satisface con predicar. No quiere ensuciarse, no quiere ningún cambio real. Aspira a que lo juzguen por aspirar.

Demás está decir que el fanático, a diferencia del crítico, siempre tiene razón, aunque no tenga razón. De alguna forma se las ingenia para mantenerse en las generalidades, en los grandes paradigmas, de vez en cuanto en lo que él llama principios, para siempre tener «razón». En definitiva, el fanático no mide consecuencias, no admite excepciones a sus postulados, chantajea, no razona. El filósofo francés Alain dice que no «se puede razonar con los fanáticos, hay que ser más fuertes que ellos»…si tenemos suerte podemos ignorarlos.

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