Los flagelos de la ignorancia

Los flagelos de la ignorancia

POR LEÓN DAVID
Al contemplar las iniquidades del mundo en que vivimos, las injusticias y atropellos de que es víctima por doquier el ser humano en este alborear del tercer milenio, se me hizo notorio que el vertiginoso aumento del acervo científico, acaecido sobre todo en las últimas décadas, no nos ha convertido en criaturas más serviciales, bondadosas y pacíficas.

Y como tengo copia de razones para pensar que seguimos siendo peligrosos depredadores de afilados colmillos, no puedo menos que arribar a la conclusión –inevitable por demás- de que la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, si bien endulzan y tornan más llevaderas nuestras condiciones materiales de existencia y se traducen en un indiscutible acrecentamiento de la riqueza cuantificable –la que admite ser trasladada a cifras- y en un señorío siempre más completo y eficaz de la mente sobre las denominadas “leyes” del reino natural, tales ciencia y tecnológicas aplicaciones, repito, no conducen por sí solas, de manera automática, ni mucho menos inexorable, –como el positivismo progresista e ingenuo del siglo XIX postulaba- a la difusión y saneamiento, mensurables en términos de altruismo y filantrópica cooperación, de las relaciones que entre sí deberían establecer sobre esta encogida parroquia planetaria los individuos y los grupos sociales, profesionales y económicos.

Colegí entonces (invito al lector a que me acompañe en esta aventurada indagación) que si “algo huele mal en Dinamarca”, según expresara con vigorosa metáfora uno de los personajes shakespereanos en la celebérrima tragedia intitulada Hamlet, es porque, aun cuando no la veamos, aun cuando consiga eludir nuestra mirada, no está muy lejos del ofendido olfato la fétida carroña.

Así enrumbadas mis ideas, me toca formular la impostergable pregunta: ¿dónde se oculta la manzana podrida? A lo que respondo que el foco infeccioso que carcome la por muchos aspectos gloriosa cosecha civilizadora de la humanidad se genera, nutre y perpetúa a partir de una confusión elemental: suponer que la ciencia provee sabiduría y que la razón suple los preceptos de orden moral de los que todos los profetas, filósofos y auténticos iluminados han dado incontrovertible testimonio… ¡Grave equivocación! ¡Error monumental!, pues ocurre que media una distancia enorme entre el sabio y el intelectual. Ambos tienen algo en común: muéstranse capaces de cavilar con discreción, profundidad y brillantez. Empero, no por compartir ese rasgo deja de levantarse entre el intelectual y el sabio una barrera insuperable. Es el intelectual un individuo que a menudo explaya prudentes criterios, sopesadas consideraciones, pero que está muy lejos de vivir en consonancia con los principios que enuncia y preconiza. En cambio, el sabio acierta siempre a transplantar al huerto de la existencia cotidiana el árbol frondoso de sus conocimientos. El intelectual razona y arguye; admira, descubre y entiende el sabio. Por ende, aun en los casos para nada infrecuentes en que las tesis de uno y otro coincidan, no debemos dejarnos embaucar: el profesional del pensamiento y el amante de la sabiduría sólo en apariencia están de acuerdo. En realidad se desplazan por antagónicas sendas que no llegan a rozarse nunca; porque el intelectual usufructúa en provecho propio su facultad de raciocinio, mientras que el poseedor de genuino saber no medra con su capacidad de reflexión sino que la utiliza en calidad de abono para fertilizar la planta exquisita de la trascendencia y poder, de ese modo, ayudar, servir, estimular el despliegue de los valores humanos primordiales de cuantos le rodean.

Por descontado, provisto de semejantes antecedentes, advertir que en la faz del globo nunca han proliferado tanto como hoy los oficiantes del intelecto en alarmante contraposición a los escasos devotos de la sabiduría, y caer en cuenta de que parejo desequilibrio estaba sin dudas vinculado a la contumaz renuencia del común de la gente a rectificar conductas inequívocamente viciosas, dañinas y degradantes, fue una sola cosa. Y en este punto de mi taciturna divagación me encontraba cuando recordé que en una pequeña península del Mediterráneo oriental, dos mil quinientos años atrás, ciertos filósofos (que acaso eran más que simples pensadores) afirmaron rotundamente que las aguas del Bien, la Verdad y la Belleza manaban de una misma fontana superior y divina; y que, por consiguiente, las taras indignas que enlodan nuestra conducta, las pasiones turbias que nos rebajan y embrutecen han de ser atribuidas al desconocimiento esencial de esa primera y luminosa causa… El mal era así entendido entre los helenos como un aborto de la ignorancia.

Sin embargo, al analizar la realidad a que nos enfronta el mundo contemporáneo con sus descorazonadores conflictos de poder, la desigualdad siempre más extremosa y desvergonzada que separa a los hombres y la ofuscación y falta de júbilo que por todas parte se manifiestan podríamos albergar fundadas sospechas de que la convicción de los egregios sabios de la Hélade consistente en establecer un signo de igualdad entre lo justo y lo verdadero es vana ilusión, postulado piadoso pero que los hechos se han encargado de desmentir…

Y no es así. El viejo filósofo desdentado estaba en lo cierto, no el moderno y presuntuoso profesor universitario. Pues si bien es innegable que en los tiempos que corren, a pesar del avance fenomenal de la ciencia y la técnica, el grueso de la gente que emplea la cabeza para algo más útil que embestir sigue pensando con cordura y lógica pero obrando de manera descabellada, semejante incongruencia, generalizada y repetida una y mil veces, no sólo no recusa sino que corrobora el aserto griego que traje a colación.

Para deshacer la paradoja y entender lo que tenemos entre manos es menester que tracemos una nítida línea de separación entre espíritu e intelecto. Es el intelecto consecuencia, resultado de la facultad especulativa e inquisidora de la mente; transforma en símbolos discretos y manejables el indiscriminado continuum de la experiencia sensible; gracias a él podemos acrecentar nuestro caudal de informaciones, afinar siempre más y más los datos que acerca del universo merced a los sentidos obtenemos y aprovechar tales providencias para satisfacer las necesidades perentorias de la vida en orden a volverla más agradable, hospitalaria y segura.

Empero, la vida intelectual aun cuando extienda y profundice considerablemente el dominio que ejercemos sobre la naturaleza (incluyendo en esta última al hombre en tanto que criatura biológica susceptible de manipulación), poco o nada ilumina por lo que toca a la manera de orientar nuestros pasos hacia metas de honradez, fraternidad, alegría y concordia. En contraste, la dimensión de nuestra mente que está dispuesta a recibir, a dejarse impregnar por el oleaje bienhechor de los sentimientos más nobles, de los ideales más levantados, de los más dignos, opimos y perdurables valores es la que llamo espiritualidad. Ella y sólo ella impulsa al ser humano a emprender la extraordinaria ordalía del auto-conocimiento, del cultivo afanoso de las potencias interiores del alma. El espíritu –palabreja escabrosa que me arriesgo a emplear aunque sé no dejarán de despertar suspicacia sus controversiales connotaciones metafísicas- se asemeja al cristal transparente que permite ser atravesado por los rayos centellantes del sol. La luz es la verdad; cuanto menos empañado esté el cristal menos resistencia opondrá a la amorosa caricia de su abrazo.

La espiritualidad es una facultad anímica que se actualiza en gran medida merced a las potencias de la razón, pero que no se confunde con ésta. Cuando una idea está saturada de espíritu se convierte en briosa cabalgadura alada, en Pegaso fulgurante que nos remonta a un plano superior de la existencia; se transforma en desafío permanente que invita a que saltemos por cima de nuestras mezquinas limitaciones, prejuicios y estrechez, al tiempo que nos conmina a predicar con el ejemplo y la obra antes que por la vía acomodaticia de las palabras la posibilidad, aquí y ahora, de gestar un orden más armónico, equilibrado y enriquecedor.

El conocimiento genuino, el que hunde sus raíces en la esencia del cosmos, en el enigma fundacional de la creación procede del espíritu. Y porque hemos creído que bastaba con desarrollar nuestra capacidad analítica, y porque hemos rendido obsequioso vasallaje a la comodidad y el lujo que la ciencia ha puesto paulatinamente a nuestra disposición sin parar mientes en que el cristal de nuestra espiritualidad se cubría de polvo y telarañas, por todo ello somos hoy atónitos testigos y recurrentes víctimas de los desoladores estragos de una contemporaneidad cuyas múltiples contradicciones resultan, amén de hostiles, incomprensibles para el hombre embotado y torpe que las engendra y que las sufre.

 No hemos cultivado nuestras innatas disposiciones espirituales. No es otra la causa de que, haciendo ostentación de morbo goyesco, hemos criado monstruos: cerebros gigantescos que reposan sobre los pies de barro de una raquítica voluntad y sobre el torso encorvado, retorcido, repelente de los más oscuros y desordenados apetitos… Semejante forma de vida es –permítaseme calificarla- poco inteligente: Las guerras, la intolerancia, la búsqueda frenética de la fama, el dinero y el poder enseñan que la ruta por la que enderezamos nuestros pasos no es la correcta. El intelecto huérfano de las irradiaciones del espíritu no es el camino real que a la verdad conduce. Quien así no lo comprenda pecará de ignorante…, y por ignorancia de pareja catadura estamos como estamos.

A los filósofos griegos no les faltaba, después de todo buena dosis de clarividencia y sensatez… ¿o me equivoco?

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