Los gorriones de mi infancia, aves urbanas y muy desconfiadas

Los gorriones de mi infancia, aves urbanas y muy desconfiadas

Madrid. EFE. Una forma sencilla de apreciar el nivel de desarrollo de un país, de una capital, se relaciona con los pájaros, y tiene que ver tanto con cómo trata esa sociedad a esas avecillas como con el propio comportamiento de éstas, por lo menos en sus versiones urbanas.

Los pajaritos fueron siempre pasto de la gula humana. Consideramos entre estas aves a la alondra, el becafigo, el tordo, el mirlo, el hortolano, el zorzal y, claro, el más urbano de todos: el gorrión. Griegos y romanos consumían brochetas de este tipo de pájaros, generalmente asados. La extravagancia gastronómica de algunos romanos les llevó, incluso, a destinar al asador aves de tanto encanto como el ruiseñor. En los recetarios medievales y renacentistas figuran fórmulas para los pajaritos.

La verdad es que a mucha gente le horroriza la posibilidad de comerse cualquier tipo de ave: son incapaces de pensar en un animal plumífero en términos comestibles. Y son todavía muchos más quienes rechazan la idea de comerse un pajarito, sin necesidad de tener en su casa una jaula con un canario o un jilguero. Pero los pajaritos se han cazado y cocinado hasta como quien dice ayer mismo.

Un texto culinario español de 1905 nos recuerda que “en Madrid suelen verse con bastante frecuencia unas grandes fuentes de pájaros fritos, cubiertos con sombreretes de papel, en los escaparates de colmados y casas de comidas”. El autor ofrece una receta para preparar pajaritos fritos al estilo madrileño, junto con otra que bautiza “oiseaux à la pomme de terre”, en la que cada gorrión llega a la mesa sepultado en una papa, todo ello horneado. Como es natural, hace un siglo no se vería en las calles de Madrid un gorrión ni para un remedio.

Los gorriones de mi infancia eran unas aves urbanas de lo más desconfiadas, que no dejaban que un ser humano se les acercase mucho, y hacían bien: eran malas épocas para todos, gorriones incluidos. Hoy las cosas han cambiado para bien, y sorprende ver la tranquilidad con que los gorriones se pasean entre las mesas de las terrazas de los bares madrileños, donde acuden en busca de las migajas caídas al suelo.

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