Los haitianos: El problema invisible

Los haitianos: El problema invisible

Ramón Pérez Minaya
Los dominicanos observamos como se viene incrementando la presencia de la población haitiana en todo el territorio nacional. Se trata de un proceso reciente y constituye el resultado de dos factores evidentes: uno, las extremas condiciones de pobreza en las cuales vive el pueblo haitiano y la otra, la no aplicación de las normas legales vigentes relativas al manejo de inmigrantes en el país, incluyendo la ausencia de control de los flujos de personas en la línea fronteriza.

No se conoce con precisión el tamaño de la población que ha logrado cruzar la frontera debido a que, el carácter ilegal de los inmigrantes, representa un importante impedimento a los esfuerzos de cuantificación. De los mejores estimados se puede inferir que es posible que, en el ya atestado territorio nacional, haya alrededor de un millón de haitianos.

Esta enorme masa de extranjeros está constituida, en su gran mayoría, por apacibles y laboriosos jóvenes que se han  desterrado de su país y llegan a tierras extrañas dispuestos a aceptar, a cambio de cualquier «empleíto», una degradante situación de total exclusión y ahíta de explotación.

Todo ello ocurre ante la mirada indiferente de la sociedad dominicana que parece indolente frente las oprobiosas condiciones en que viven esas grandes masas de inmigrantes en nuestro suelo, en la que su ilegalidad los deja en una situación de indefensión ante las prácticas de explotación laboral.

De igual manera, tampoco se percata la magnitud que ha alcanzado el fenómeno, que ya reviste enormes y complejas implicaciones económicas y sociales para los dominicanos, así como para la armónica convivencia y la imprescindible cooperación entre estos dos pueblos, atrapados en la pobreza e inequidad, en una misma isla, en medio del mundo globalizado del siglo 21.

La opinión pública nacional no parece concernida por el asunto. El debate se reduce a sí se debe otorgar o no la ciudadanía dominicana a los extranjeros nacidos en el país. En lo que a mí respecta creo que el que nace y vive en un país merece la ciudadanía de éste. Reconozco que no tengo argumento para sustentar esta aseveración y que se trata de un simple juicio intuitivo.

Pero el problema de fondo está muy lejos de esta polémica. Veamos.

Es muy posible que los haitianos que trabajan en el país representen más de la quinta parte de la población ocupada y exceda la tercera parte de la masa obrera ocupada, lo cual, evidentemente, por su magnitud e implicaciones, debe constituir uno de los temas esenciales en la definición de cualquier estrategia que pretenda sacar a los dominicanos del atraso socioeconómico.

Sin embargo, tal parece que las cosas no son tan sencillas. La situación haitiana suscita sentimientos de compasión y solidaridad e incluso reflexionar sobre el tema puede ser doloroso.

Además, no se perciben fácilmente las complejas y profundas implicaciones económicas, sociales y hasta políticas que el proceso migratorio tiene sobre la sociedad dominicana. Un análisis objetivo del proceso exige sobreponerse a los sentimientos, a las ideologías y a los prejuicios de todo tipo.

La economía dominicana es una de las de mayor crecimiento en el contexto latinoamericano, pero esta expansión económica, en comparación con el resto de las economías mundiales, ha tenido muy pobres efectos en el mejoramiento de la calidad de vida de su población. Los técnicos internacionales se preguntan «¿A dónde se fue todo el crecimiento?».

Es evidente que la repuesta a esta pregunta en la fisiología de nuestro sistema económico que tiende a concentrar los ingresos y las riquezas. Estos efectos del sistema solo pueden ser compensados por un régimen tributario bien diseñado y eficientes políticas y administración del gasto público, que aseguren la función distributiva del Estado. Pero a su vez, la oferta de trabajo extranjera por sus dimensiones, debe también tener incidencia en la explicación de los desalentadores resultados sociales del auge económico dominicano, incluso en una proporción superior a la que la mayoría de las personas supone.

Se debe empezar por decir que mucho antes que surgiera la teoría económica, ya se sabía que la gran abundancia de cualquier cosa tiende a disminuir su valor. Puesto de otra forma, la gran disponibilidad de mano de obra haitiana en el mercado de trabajo, particularmente en los sectores de la agricultura y la construcción, tiene que estar presionando hacia la baja los niveles de ingreso de los trabajadores.

En las dos últimas décadas, el salario real promedio, que es el mecanismo idóneo y más efectivo para alcanzar una mejor distribución de los ingresos, prácticamente no mejora y en lo que va de la década, se acusa un incremento en la proporción de los dominicanos ocupados en el sector informal. Estos dos indicadores están relacionados con la persistente desigualdad, a través de los años, de la distribución de los ingresos nacionales.

Todavía más, en las dos últimas décadas la retribución al campesino dominicano, viene cayendo, lo que significa que el esfuerzo productivo del hombre del campo cada día vale menos, y que la presencia haitiana en la agricultura está golpeando donde más duele: al campesinado dominicano, que recibe los salarios más bajos de la economía, colocado en la parte inferior de la pirámide social, donde apenas llegan los servicios básicos y las «chiripas» de nuestro sistema político clientelista.

En las pujantes actividades de la construcción las cosas no difieren mucho del caso agrícola: el salario real no mejora y se registra una mayor informalidad en la contratación de la mano de obra.

Debe esperarse efectos similares en los otros sectores productivos en los que participa, en forma significativa, la mano de obra haitiana.

Por otro lado no se puede perder de vista que la ruta hacia el desarrollo económico está marcada por los cambios en las tecnologías productivas que aumentan la productividad del trabajador, lo que a su vez eleva sus ingresos reales y, consecuentemente, la distribución del ingreso de hace más equitativa. Los bajos salarios que se pagan en los sectores en los cuales existe una gran afluencia de haitianos, desalientan la introducción de nuevas tecnologías, lo que representa un efecto difícil de percibir e imposible de medir, pero de consecuencias decisivas en nuestras posibilidades de crear un aparato productivo eficiente y que propicie un mejoramiento de las grandes iniquidades en la distribución de los ingresos en nuestro país. Donde es más ostensible el atraso tecnológico, es en el corte y recolección la caña de azúcar, precisamente, donde más tiempo tienen los haitianos participando.  

La elevada presencia de la mano de obra extranjera no solo tiende a deprimir los salarios y desalentar los cambios tecnológicos, sino que presiona, aún más, sobre los deficientes servicios sociales, que si bien aumentan en su cobertura, viene perdiendo calidad. Así mismo debe decirse que en la medida que no mejora o se deteriora la situación social, por las causas que sean, se acrecientan las condiciones para que los dominicanos abandonen su país como inmigrantes ilegales.

Para poner este planteamiento en perspectiva, lo expresado anteriormente no implica que los masivos flujos migratorios de haitianos, sean responsables de que el país no pueda errumbarse en la ruta definitiva hacia el desarrollo económico y social. Es mi convicción que nosotros los dominicanos, con haitianos y sin haitianos, al igual que el resto de los países latinoamericanos, no estamos en condiciones de generar un proceso de transformación social y crecimiento económico.

A esto se debe añadir, que los haitianos representan un enorme «peso muerto» que aleja aún más esa posibilidad.

Si se borrara la frontera entre los dos países y ambos pueblos aunaran sus culturas, sus recursos naturales y sus instituciones, además de sus fuerzas espirituales, los haitianos posiblemente aliviarían su pobreza pero empeoraría la dominicana. La redistribución de la pobreza no tendría resultados. La mejor opción para Haití es una República Dominicana próspera y solidaria, que los ayude en todos los planos posibles, incluyendo una emigración programada, sostenible y ordenada.

Sin dudas que el impulso de los pueblos menos favorecidos a emigrar en busca de un mejor destino es una fuerza creciente y poderosa, a la cual el mundo de hoy debe dar una respuesta humanitaria e institucional. Pero al mismo tiempo, se debe tomar en cuenta que las sociedades parecen regidas por los mismos principios de los organismos vivos, que cuando la invasión de cuerpos extraños alcanza una determinada proporción, el sistema inmunológico tiende a rechazarlos. Esto parece ser lo que está ocurriendo en muchos países ricos.

En Estados Unidos, por ejemplo, se ha aprobado la construcción de un muro en la frontera con México con la anuencia de los candidatos a la presidencia del país del partido Demócrata, lo que es un indicio del estado de opinión del pueblo estadounidense respecto a los grandes flujos de inmigrantes ilegales. En España, se vienen tomando medidas para restringir la afluencia de extranjeros y en los pequeños países europeos del Mar del Norte, se están desplegando intensas campañas para identificar las personas que viven ilegalmente en sus suelos.

Es decir, se puede especular que los pueblos tienen un umbral de tolerancia hacia la llegada de grupos extraños y, que ese momento habrá de llegar en el país. En la medida que se pospone encarar la situación, existe el peligro real de que las soluciones en el futuro podrían ser más difíciles y traumáticas, por las dimensiones actuales del problema y por tratarse de un proceso de flujo migratorio que crece día a día.

Se hace impostergable asumir el control de la frontera e iniciar un proceso de repatriación de haitianos ilegales, con apoyo a la ley y en forma humanitaria. Esto debe constituir el primer paso para acordar un sistema de emigración, en el cual los haitianos en suelo dominicano sean personas reconocidas y protegidas por las leyes dominicanas. Naturalmente, previamente se debe determinar cual es el costo que el país está dispuesto a asumir.

Lamentablemente, la solución no parece venir de las clases políticas nacionales, las cuales solo les interesan los temas relacionados con su acceso y mantenimiento en el poder político. Hasta ahora el escaso debate nacional sobre este importante y complejo tema, se realiza esencialmente entre aquellos que mantienen posiciones ideológicas y los que son favorecidos por el proceso.

Los intelectuales por su parte, prácticamente no opinan y, si lo hacen, no toman una posición definida, incluso, algunos abordan el asunto con más compasión que comprensión del problema, todo lo cual no propicia la creación de una conciencia nacional que nos lleve a las difíciles y delicadas iniciativas que amerita una situación de esta envergadura.

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