En casi todas partes del mundo, es bien sabido que las iglesias y las instituciones de fe tienen un gran peso social.
La vinculación de un individuo con una congregación le coloca en la posición de ser visto, tenido y considerado como alguien sano y de conducta confiable.
En nuestro país, hay dos conceptos o renglones por los que últimamente a las entidades religiosas se les está solicitando muchas cartas de vinculación o de recomendación.
Una es de ciudadanos dominicanos que tienen problemas con la justicia y, la otra, de hermanos haitianos que desean conseguir legalizar su estatus migratorio.
No hace mucho que me vi en la necesidad de tener que comparecer, incluso, ante un estrado para lograr la libertad condicional de un miembro de la comunidad que llevaba ya un tiempo encerrado en la cárcel.
Sin embargo, lo que preocupa de esto es el aprovechamiento, desnaturalización y relajamiento que se quiere hacer de este gran privilegio.
Hay líderes religiosos que han tenido serios problemas con puros delincuentes y sus familiares por desesperadamente desear les ayuden a salir de su situación sin tomar en cuenta la verdad.
Pero ahora mismo el problema mayor es con los inmigrantes haitianos, quienes llegan a las congregaciones de repente con una Biblia en las manos, sin que se conozca su verdadera historia.
La psicología de supervivencia les hace sabedores de que la comunidad de fe representa un refugio de amparo, de amor y un asenso relacional.
Determinar la sinceridad y el peso de su fe es muy difícil.
Realmente, las autoridades civiles y las instituciones de fe deben ser cautas al valorar la recomendación o ponderación de un individuo que desea ser beneficiado con una decisión que afecte los intereses del Estado.