Los hombres se muerden la cola

Los hombres se muerden la cola

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Apreciadísimo Ladislao: Tu carta me ha hecho el efecto de un medicamento para la depresión. He pasado el día riendo y recordando nuestras conversaciones frente al Mátyás templom.

Me alegra saber que ya conoces las costumbres de los cubanos y los problemas sociales de la isla. Veo que tus investigaciones han avanzado mucho en la tal provincia de Oriente. Sin embargo, me dices que tienes la intención de ir a otra isla antillana, cerca de Cuba. ¿Cuándo volverás a Europa? Tienes pendiente desde hace tiempo dar contestación al problema de los esbirros «carniceros» que «machacan» a los escritores «palabreros». Parece que has olvidado esa promesa. Antes no dejabas pasar ninguna ocasión propicia para abordar esta clase de problemas. ¿Qué asuntos te distraen la atención alerta que siempre mostrabas en Budapest? ¿Has contraído de nuevo la disentería tropical? Me dices que tienes redactado ya el incidente de la prisión de Miklós. ¿Tienes listos los originales de Memorial del siglo XX? A propósito de Miklós te informo que en este momento él está en Praga. Ve con frecuencia a Ignaz Dientzenhofer, el estudiante laureado que te entregó los papeles y al que consultas sobre asuntos históricos de Alemania. Miklós me ha invitado a ir a Praga antes de que termine la primavera.

Los hombres, como bien sabes, han inventado la guerra, las bombas, las matemáticas. Tres especialidades masculinas son, sin duda, las matanzas, los explosivos y las abstracciones. Las mujeres, según me has dicho que opinaba tu padre, fuimos las primeras ceramistas, las primeras colectoras de granos en el período al que llaman «de vida sedentaria» los antropólogos. Recuerdo contaste un día en la universidad que tu padre decía sonriendo a tu madre: «los cacharros de barro con los que comenzó la civilización fueron obra de las mujeres». Tu padre no podía sospechar entonces que tu madre trabajaría tantos años en la industria de la porcelana. Concluía: «sin la cocina y la mesa no hay ciencia ni literatura». Me atrevo a decirte estas cosas porque de ellas hemos hablado en el pasado con entera «libertad de conversación», libertad de difícil ejercicio entre un hombre y una mujer.

No debo dar consejos a un hombre inteligente, mayor de edad, terco, con títulos académicos y voluntad de rinoceronte. Empezaste a pensar en la redacción de tu libro en las calles de Budapest. Esperando en el aeropuerto la hora de salida de un vuelo a Praga topaste con un antillano que te dio a conocer una historia intrigante. Si mal no recuerdo, lo volviste a ver en otro aeropuerto cuando marchaste de Hungría. Eso bastó para que te asaltara la ventolera de conocer las islas del Caribe. Parece que los datos mas importantes para tus escritos los consigues, en archivos de Europa, por medio de un estudiante. ¿Puedes escribir con más comodidad en lugares insalubres donde no existen bibliotecas ni archivos bien organizados? Hace unos pocos años bromeabas con aquello del «derecho de cama y almohada», uno de los derechos humanos fundamentales. He sostenido siempre que organizar la «rutina apabullante» de la vida es esencial para escritores, científicos, pensadores. A menudo esa organización de las rutinas laborales la establecen las mujeres: madres, amantes, esposas, preocupadas por la salud de hombres vehementes que se muerden la cola. Creo más en la «estabilidad burguesa» de los escritores norteamericanos de comienzos de siglo, que en la bohemia desenfrenada de los artistas vieneses. Alguna vez dijiste de ellos: «estos tipos practican la autofagía».

Los chacales de Hungría que mencionas son animales en camino de extinguirse. Pero no ocurre así con los «carniceros» de la política doméstica. Ahora tenemos allá unos sujetos detestables con la codicia del capitalismo, el autoritarismo comunista y ninguna de las ventajas relativas de ambos sistemas. Me entero desde Hamburgo porque visito un restaurante húngaro donde venden periódicos de Budapest. En lo que mejoran los asuntos políticos -la mejoría podría tardar un siglo- doy largos paseos por los caminos que rodean la ciudad, navego en el lago los fines de semana; y luego me sumerjo en los trabajos de traducción de los que vivo en este momento. Desde mi casa en Blankenese veo con placer los barcos, cargados de furgones, que entran y salen por el río Elba. Resido en la Calle del Aburrimiento, como podrás ver en el sobre de esta carta. En realidad me gusta hacer el trabajo que hago. Durante el día disfruto con los problemas que me plantea el director de publicaciones de «Dichtung – Verlag». Realizo el trabajo en la casa; en las tardes voy a las oficinas, a orillas del Alster. En las noches, en soledad, siento que pierdo el tiempo contado que Dios concede a las mujeres que nacen en Hungría. Y, momentáneamente, sufro.

Quiero insistir en que a las mujeres no les gustan los explosivos ni las guerras; a la mayor parte de nosotras no se nos puede engañar con abstracciones matemáticas ni de otra clase. Intuimos que no es bueno «hacer ofrendas a la geometría», expresión que usabas en otros tiempos con cierta frecuencia. Tal vez sea cierto eso de que las mujeres profesan un realismo práctico y a la vez aman el romanticismo. Ustedes los hombres son como los mineros: se internan en un pozo obscuro, luego se arrastran por galerías estrechas con la lámpara de la lógica amarrada en la cabeza. No siempre logran extraer mineral valioso. Al final, salen del túnel, con la cara tiznada y las rodillas llenas de raspones. Después se reponen con ayuda de las mujeres. Te abraza con cariño, Panonia. Hamburgo, Alemania, 1993.

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